Javier Paredes. Catedrático e Historia Contemporánea. Como es sabido, la mejor manera de ocultar a un elefante determinado en una gran avenida es llenarla toda de ella de elefantes. Quizás esta sea la explicación del éxito de la moda de Halloween, que el día de Todos los Santos llena las calles y los lugares de ocio de falsos muertos. Y de todo ello resulta que entre tanta polvareda, se nos pierde don Beltrán. De siempre han sido muy groseros los paganos en sus costumbres de ocio. Pero debajo de su zafiedad se esconde la intención y el sentido de sus actos, que en este caso no es otro que ocultar la muerte, para no tener que hacernos preguntas incómodas durante la vida.
Muy al contrario los cristianos no recurrimos a la maniobra del avestruz, porque no tenemos ninguna razón para temer a la muerte, pero muchas para considerarla, con el fin de aprovechar esta vida, que nos ha concedido Nuestro Creador. Por eso parece muy apropiado que en este mes de noviembre, en el que nuestra madre la Iglesia nos invita a rezar por los fieles difuntos, hagamos alguna reflexión acerca del papel que la muerte juega en nuestra civilización actual.
Corremos el peligro de perder el sentido o el fin de la vida, por no reflexionar sobre la muerte, de modo que vivamos como si todo nuestro objetivo en esta tierra fuera ser presidente de gobierno. Claro que hay otra actitud todavía más tontorroona que la anterior, como es la de aquellos que no escatiman ningún sacrificio para conseguir que el presidente de gobierno sea otro. Con lo claro que se expresaba el catecismo que servidor tuvo que aprender para hacer la Primera Comunión. Era la pregunta 49 del catecismo de segundo grado, texto nacional –con perdón, por lo de nacional, pero así era-, que en la portada se veía un dibujo de Jesucristo, predicando desde la barca.
- ¿Para qué ha creado Dios a los hombres?
- Dios ha creado a los hombres para que le amemos y obedezcamos en la tierra y seamos felices con Él en el Cielo.
El problema surge cuando en la cultura contemporánea se cuela la concepción del hombre como un ser autónomo, que prescinde de Dios, durante la Revolución Francesa. Los revolucionarios, copiando a Fouché y sumergidos en un vago panteísmo, para no negar radicalmente la inmortalidad del alma, definen la muerte como un sueño eterno. Así las cosas los cementerios son ahora “el campo del sueño”. Y cuando Danton sube a la guillotina, se vuelve a sus compañeros y trata de levantarles el ánimo con esta frase: “Vamos a dormir”. Por su parte, esto es lo que decía en un discurso el diputado Poultier en junio de 1794: “En su lecho de muerte, rodeado de toda clase de objetos aterradores, el hombre de los curas sufre los tormentos reservados a los criminales; sus males se duplican a causa de lúgubres ceremonias, a causa del fúnebre sonido de las campanas, a causa de los rostros descarnados y de los ornamentos aterradores. Pero el hombre de la Naturaleza termina como ha vivido; su último pensamiento es el recuerdo del bien que ha hecho; su último suspiro, por la prosperidad de la patria; no muere, duerme”. Y concluye el historiador francés Jean de Viguerie de quien he tomado prestada esta cita: “En resumen, que después de haber negado a Dios, no queda más que negar a la muerte”.
Y después de más e doscientos años, no hemos puesto en su sitio la gran majadería de Poultier, sino que le hemos seguido la cuerda y asistimos con más frecuencia de lo que se piensa a esa ceremonia ridícula del entierro de la muerte, que a veces provoca situaciones esperpénticas. Me pueden creer porque no es un recurso literario; sucedió de verdad en un velatorio:
- ¿Cuántos años tenía tu padre?, -le preguntó un amigo a uno de los hijos del difunto.
- Ochenta y dos. –Y le dejo a descolocado con la réplica…
- Pues era muy joven tu padre…
Cuando se dice que con 82 años uno se muere joven, en el fondo lo que se quiere ocultar es la muerte a los que todavía están vivos, transmitiendo una falsa esperanza de que moriremos tan tarde que no merece la pena pensar en que eso se pueda producir. De hecho muchos tanatorios actuales están construidos para ocultar expresamente a los muertos, de manera que uno puede ir a un velatorio y cumplir sus compromisos sociales sin ver al cadáver, porque con un par de tabiques que tapan las vistas o te empeñas en ver al difunto o sin querer no lo ves, por más que te pases allí toda la tarde.
¿Y qué decir de esa actitud tan “piadosa” de muchas familias que cuando el médico les dice que uno de ellos tiene una enfermedad incurable, se confabulan todos para que no se entere que se va a morir?... Y lo peor es que lo consiguen, de manera que hacen verídico lo que dicen que le sucedió a un enfermo en un hospital:
- ¡Cómo le extraño! ¡Cuánto le ha crecido la barba, doctor!
- Claro, porque no soy tu médico, soy San Pedro.