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El Gobierno arrecia sus ataques contra la Iglesia católica

Rafael González. 21 de junio. Lo que los católicos estamos aguantando en este país pasa ya de castaño oscuro. Hemos sufrido una semana de ataques durísimos de esa gente del Gobierno a la Iglesia Católica. Incluso socialistas que hacen protesta pública de su fe católica se unen al grupo de insultadores para poner a los obispos cual no digan dueñas. Esta semana, ya digo, ha sido terrible: el Gobierno ha arreciado con especial dureza sus ataques a la Iglesia a causa de la declaración de los obispos sobre la reforma de la ley del aborto.

Los fieles seguidores de doña Bibiana Aído, y en especial el otrora Pepiño y ahora don José Blanco, les han acusado de hipocresía. Blanco es de los que se autoproclaman católicos, pero no, por lo que dice, en comunión con sus obispos. Es como doña María Antonia Iglesias, que por la mañana en su parroquia repartía la Comunión y luego, por la noche, en televisión, ponía de chúpame dómine a los obispos. Ambas cosas las he presenciado. No hablo de oídas. No sé si sigue repartiendo la Comunión en su nueva parroquia, pero en ese nauseabundo programa que es la Noria compite con un antiguo miembro del Opus Dei, hoy socialista hasta la médula, en llamar fascista a todo el que se le cruza y en atacar a la Iglesia desde todos los flancos.

En cuanto a la vicepresidenta Salgado, quien lo diría, con lo modosita que parecía, ha llegado a afirmar “que los obispos, como siempre, no saben cuál es su lugar”. Y ella sí sabe perfectamente cual es el suyo, y por eso rinde culto, no, claro está, a la Iglesia Católica, sino a una interpretación absolutamente desnaturalizada del más simple concepto de democracia, totalmente ajeno al que se desprende del espíritu de nuestra Constitución, que a la pobre, con tantas tarascadas que le dan unos y otros, la están dejando hecha unos zorros.

Así que cuando otro de los que mejor discurren, eso creíamos, Alonso, que le suponíamos un hombre sensato, dice que lo único que cuenta es lo que se decide en el Congreso, y la única moral es la que se desprende de la Constitución, uno ya no sabe a qué atenerse. ¿Cómo se puede tener el valor de decir semejante estupidez?

Y a estos se unen los Bono y cuantos acusan a los obispos de cinismo y doble moral. Ellos sí que viven una doble moral y una religiosidad espuria; eso contando con que sea verdad lo que blasonan, y consiguen resolver el tremendo lío que debe ser ajustar lo que sienten de verdad en su corazón y lo que les dicta su conciencia.

Pero aquellos creyentes que recordamos las palabras de Cristo a sus apóstoles, “El que a vosotros escucha a mi me escucha” (Lc. 10, 16), no nos hacemos ningún lío y recibimos las enseñanzas y directrices que los pastores de Jesucristo nos dan de diferentes formas. Pero no como borregos, oiga, sino porque sabemos, creemos y aceptamos, que “el Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo cuando define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo cristiano a una adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la Revelación divina o verdades que tienen con ellas un vínculo necesario. (Punto 88 del Catecismo).

Y el aborto es, sin duda, una de esas grandes cuestiones en las que el Magisterio de la Iglesia tiene y debe pronunciarse, y exigir su adhesión irrevocable. Y nada más exigible que la defensa de la vida de los hombres. Al pronunciarse sobre ello se enriquece la vida común. Y el que no quiera aceptar eso de la Iglesia, puerta. 

Así que vamos a ver quien puede más. Democráticamente, claro, no mediante el trágala. No me vengan con sofismas democráticos, o con una idea de la democracia tiránicamente restrictiva: lo ancho para mí y lo estrecho para ti. De eso nada. Los diputados, si verdaderamente se siente representantes de la soberanía nacional, deben saber que esa soberanía es la que va construyendo, mejorando y ampliando cada día el sistema democrático, con las aportaciones de todos los ciudadanos, sus representados, de la sociedad civil y de las instituciones naturales, entre las que ocupa lugar preferente la Iglesia católica, cuya aportación a nuestra historia, cultura, sociología y costumbres es tal que la Constitución ha tenido la deferencia de reconocerle.  

  

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