Roberto Esteban Duque. El insensato más conocido en la historia del pensamiento es el de San Anselmo, aquel que falta a la lógica del pensar, el contradictor de su diálogo íntimo, el que se contradice consigo mismo. Como pensador cristiano, San Anselmo acepta que la fe oriente el ejercicio de la razón, con la certeza de que fe y razón no pueden discrepar. La fe le sitúa así en un mundo de imperativos y realidades concretas, dotadas de sentido.
Saint-Exupéry tuvo su insensato, siendo éste no ya el que se contradice sino aquel que guiándose del reconocer desvinculado, destruye el armazón existencial del vivir humano. Lejos de partir de un mundo de principios y de normas, Saint-Exupéry arranca de una sociedad difamada en la que el individuo, solo y angustiado en su intimidad, se ve excitado a seguir sus propios impulsos y opiniones. Su insensato no es entonces el que se aparta de la lógica racional, sino el que, en nombre de ésta, desconoce el valor de lo establecido y sus normas, del encuadramiento existencial que requiere el vivir humano.
Desvinculado y desposeído el mundo de cualquier forma de autoridad o estructura prevalente de carácter sagrado, emerge el individuo relativista en nombre de la libertad y de la igualdad, el insensato que se aplica a destruir minuciosamente la comunidad humana de sus creencias y sentido. El insensato, aquel para quien “la tierra no pertenece a nadie salvo al viento”, ha impuesto durante más de siete años su ley, el orden de su propia mansión, con el fin de que todos fuéramos más libres y tuviésemos más derechos, holgásemos más igualitarios y grandes, exonerados al fin de otras normas morales, ancladas en la naturaleza de la persona humana, capaces de influir sobre las leyes de una nación.
Guiado por su propia arbitrariedad y determinación, ha despreciado cuanto durante siglos ha informado la vida de los hombres, en materia de moral y costumbres; no ha vacilado para instalarse en la mentira y la ocultación como sus mejores credenciales en materia antiterrorista; nutrido por un vetusto rencor y un resentimiento sordo hacia una porción notable de la nación española, ha manipulado de un modo sesgado y selectivo la memoria histórica, amenazando así una sociedad reconciliada con el pasado; con el fin único de erosionar hasta destruir la naturaleza humana, ha instalado una perversa ideología de género en la educación, asumiendo una antropología sin esperanza ni eternidad, desarraigada y autosuficiente, igualitaria y hedonista, beligerante con la Iglesia y la religión católica, auspiciando una verdadera revolución en el ámbito matrimonial y familiar, una cultura relativista y sin vínculos, una legislación eliminadora del respeto al bien y la verdad del hombre. Lástima que se haya tenido que esperar no ya a la terrible crisis económica, sino a su penosa gestión, para descubrir en todo su esplendor el amotinamiento y la execración de cuanto representa norma y límite como herencia única del insensato.
Es difícil imaginar tanta crispación y hastío -cuyo fruto más visible son los resultados electorales, que no son un “tsunami”, sino una crónica anunciada-, tanto desprecio hacia lo que el esfuerzo de generaciones anteriores hicieron posible, diseñando con trazos gruesos y excluyentes otro mundo, como si no hubiese nada antes ni después de él, como si nunca hubiesen existido lazos vivos entre los hombres. La intención del insensato por domesticar a los católicos realizando el titánico arrumbamiento de la retracción del sentido religioso al ámbito de lo privado y el secuestro del interés por las cuestiones últimas del ser humano -como si los cristianos fuéramos ajenos a la morada terrena, un mal evitable para el hombre y la comunidad humana con el que resulta necesario acabar- al tiempo de auspiciar, ex abundantia cordis, cualquier reivindicación laicista, fruto de un siempre peligroso relativismo cultural y moral, sólo podía terminar en el desmoronamiento de la vida de los hombres, que no están dispuestos a renunciar al sentido de cuanto durante siglos hizo buena su propia vida. El insensato no es un hombre con principios; si los tuviera, respetaría un orden previo al que se debe lealtad y no habría arrastrado, con exceso de escepticismo y optimismo, a esta generación a tanta desolación y decadencia.