El laicismo rampante tiene la obsesión de ocuparse de los asuntos religiosos
Manuel Parra Celaya. El laicismo rampante tiene la obsesión de ocuparse de los asuntos religiosos. En concreto, claro, en lo que afecta a la Iglesia Católica, pues de otras confesiones no suele decir esta boca es mía, aunque afecte a derechos humanos o a la igualdad de los sexos, y perdonen por señalar. Lo suyo sería que, si el laicismo es sincero, dedicara a estos temas el mismo que un servidor al cultivo del champiñón en Normandía, es decir, ninguno.
Con esta actitud se les ve inmediatamente la oreja del anacronismo: el pretendido laicismo, en nuestros lares, no es más que una casposa reedición del anticlericalismo de los siglos XIX y XX, solo que las matanzas de frailes y la tea incendiaria han sido sustituidos por la propaganda de los potentes medios de difusión. Entre sus tácticas preferidas, cuenta con los intentos de enfrentamiento de posturas en el seno de La Infame, que decía Voltaire; ya es tópico el recurso de oponer al Papa Francisco a su antecesor Benedicto XVI, por mucho que las evidencias muestren la sintonía entre uno y otro.
Ahora le ha tocado el turno a Mn. Blázquez (un tal Blázquez, que dijo el inefable Arzallus), a quien se pretende enfrentar descaradamente a su antecesor como presidente de la Conferencia Episcopal Española, Mn. Rouco Varela; en un telediario de la TV estatal, se especuló con que, tras el relevo, “pasarán a segundo plano cuestiones como la unidad de España y el aborto”, ya que el nuevo presidente “se ocuparía preferentemente de la evangelización”. Así, textualmente.
Pero, casualmente, hay un sector del clero que goza de patente de corso para los laicistas, que es el volcado, no en forma alguna de evangelización, sino en la defensa y promoción de los separatismos localistas vasco y catalán. Por cierto, que en esos ámbitos no se suele decir una palabra sobre el aborto, y la religión adquiere la forma de una especie de buenismo, entre kumbayá y trabucaire, con escasa atención a la tarea espiritual encomendada desde lo Alto.
Uno es escasamente proclive a mezclar religión y política; como católico, aspiro a la misericordia de Dios y a seguir un camino recto con su ayuda; como español, defiendo efectivamente la unidad de España, entre otras cosas. Quizás el punto de intersección -objeto de mis desvelos actuales- es no traspasar esa frontera que media entre el aborrecimiento político hacia las actitudes separatistas, vengan de seglares o de clérigos, y la caridad cristiana que me invita al amor al prójimo, entre el que se encuentra también (y muy a mi pesar) el Sr. Mas y sus colaboradores en el proyecto de desmembrar toda una trayectoria de siglos.
El patriotismo afecta a lo temporal, aunque, en el caso español, no deja de tener su matiz teológico, ya que mis compatriotas han solido recurrir a aquel “recurramos a lo eterno” de los versos inmortales de Calderón, cuando los dramaturgos defendían el libre albedrío en los escenarios mientras los soldaditos de los Tercios hacían lo propio en el campo de batalla. No se puede negar que el Catolicismo ha presidido los mejores arcos de nuestra historia; no obstante, hoy en día se puede ser buen ciudadano y no ser creyente, ya que soy consciente de que la Fe no puede ser impuesta por decreto, sino que es un don gratuito de Dios. Sin embargo, tengo la duda de si los laicistas de marras pueden estar encuadrados en esta doble categoría.
Por otra parte, y en lo referente a las prédicas del separatismo, no deja de haber una cierta implicación entre el egoísmo individual -contrario per se a la caridad y a la solidaridad- y el egoísmo colectivo, por otros nombres, individualismo de los pueblos o nacionalismo.