Miguel Massanet Bosch. “Los hipócritas pretenden ser palomas, políticos, literarios, águilas... Pero no se deje engañar por su apariencia, no son águilas, son ratas”.(Antón Pávlovich Chéjov)
La opinión, señores, es libre. En una democracia todo el mundo, todos los ciudadanos, cualquiera que sea su sexo, condición, religión, estado, etc. puede expresar, sin censura, sin ambages ni cortaduras lo que piensa u opina respecto a un tema que pueda merecer su interés, sin otros límites que los establecidos en la propia Constitución. Sin embargo, no dejamos de tener muestras, respecto a esta hipotética libertad de la que tanto se llenan las bocas nuestros políticos, de la evidente discriminación existente en cuanto a las hipócritas reacciones de aquellos a los que no les interesa que se extienda una determinada opinión, que juzgan desfavorable a sus intereses; escandalizados, molestos, alborotados e indignados contra lo que ellos consideran una supuesta invasión de sus derechos, sus sectarismos o de sus sinrazones, que consideran axiomáticos; de modo que, al ser puestos en cuestión por quien discrepa, por considerarlos un ejercicio desmesurado, abusivo, desproporcionado o, incluso, ilegal, por la forma en la que se llevan a cabo; reaccionan desabridamente en contra de quien o quienes hacen valer su facultad a expresar libremente su opinión discordante.
Tenemos presente el reciente suceso cuando, la Delegada del Gobierno de Madrid, ha dicho algo que está en la mente de la mayoría de ciudadanos, no sólo madrileños, sino de toda España; la forma indiscriminada, abusiva, repetitiva y desproporcionada en la que se está ejerciendo, en este país, el derecho constitucional a manifestarse en las calles. El que la señora Cristina Cifuentes se quejara de que, en Madrid, en un año se han celebrado alrededor de 1200 manifestaciones, no debería extrañar a nadie, máxime cuando esta señora no ha pedido que se recorten los derechos constitucionales, sino que se establezcan medidas para que se eviten las molestias que, un exceso semejante, causan a los derechos del resto de ciudadanos a su libertad de poderse desplazar, libremente, para dirigirse a sus obligaciones. Inmediatamente, la jauría de la izquierda (con el señor Llamazares a la cabeza) se ha levantado en masa para protestar. Curiosamente, no lo hicieron cuando la manifestación que tuvo lugar ante el Parlamento se excedió en sus objetivos legales, pretendiendo asaltar el órgano de máxima representación popular, el Parlamento, algo que está penado en nuestro código penal. Resulta llamativo que nadie haya pedido sanciones por las sucesivas manifestaciones, sin pedir autorización, que han tenido lugar en los días siguientes.
Nadie pone en cuestión lo dispuesto en el Artº. 21 de la Constitución ni se cuestiona lo establecido en la Ley Orgánica 9/83 de 15 de julio sobre reuniones en lugares públicos, con las precisiones fijadas en el Artº 10 redactado según la Ley Orgánica 9/1999 de 21 de abril. Pero, contrariamente a lo que se está aireando sobre si se cuestiona la posibilidad de los ciudadanos de manifestarse pacíficamente y sin armas ( las botellas, los botes, los tirachinas, los palos, el kárate que algunos manifestante utilizaron en contra de la policía etc., si son una suerte de armas con las que, como se ha demostrado, se puede herir a los representantes de la ley como atestigua el hecho de que hubiera entre ellos más de 27 que tuvieron que ser atendidos por las heridas recibidas); todos hemos tenido ocasión de ver, a través de la TV, la forma en que algunos gamberros acosaban, insultaban y agredían a los policías que intentaban impedir el asalto al Parlamento. En efecto, nadie puede negar el abuso, la desproporción, la magnitud, la frecuencia y, en la mayoría de los casos, la falta de contención y desmadre del uso que se hace de este derecho ciudadanos de salir a las calles para expresarse. No siempre pacíficamente, ni comedidamente, ni sin daños al mobiliario urbano, ni con los permisos requeridos, ni sin los alborotadores de turno, ni por una causa justa; es decir, que se puede decir que son raras las manifestaciones en las que no se produce ningún altercado público y que son muchas aquellas en las que, los alborotadores, entran a saco contra autobuses, escaparates, coches y los pobres transeúntes que tienen la mala suerte de encontrarse en el lugar de los hechos. Y es que, aunque el derecho a manifestarse pacíficamente está amparado por la Constitución, desde el momento en que el acto se sale de sus cauces legales, de su desarrollo pacífico y empieza el caos, aquel acto legítimo se convierte en ilegítimo, como ocurre en el caso de las huelgas laborales.
Y es que, señores, en este país, cualquiera que se atreva a mentar el artículo 8 de la Constitución para referirse a las obligaciones de las fuerzas armadas para impedir cualquier tentativa de destruir la unidad de España; inmediatamente levanta ampollas en aquellos que quisieran que se estuvieran quietos mientras ellos perpetran, con tranquilidad, sus actividades secesionistas. Cualquiera que critique a las autoridades catalanas por no haber cumplido las sentencias del TS y del TC referentes al Estatut y a la enseñanza del idioma español en las escuelas, inmediatamente es desautorizado diciendo que no es cierto y que nadie es discriminado (¡tendrán cara!) por pretender ser educado en el idioma patrio. ¿ Se puede entender como una provocación que en los edificios públicos catalanes ondee la bandera española, cuando es un símbolo nacional reconocido en la Constitución?
El otro día un catalanista me espetó: “ ¡Ya hemos conseguido que, en Catalunya, no haya ninguna bandera nacional en las calles!”. Pues es cierto, porque les aseguro que aquella persona que pretendiera colgar la bandera de España en un balcón, como ellos hacen con la estelada, se expondría a recibir las consecuencias de su acción temeraria a cargo de alguno de los muchos sectarios, defensores de la independencia, gente que no son, especialmente, pacíficos.
Lo curioso de todo este panorama es que, el gobierno del PP, en lugar de darle apoyo a la señora Cifuentes por sus sensatas manifestaciones, lo primero que ha hecho, a través del ministerio de Justicia, ha sido desautorizarla diciendo que no hay previsto ningún cambio de los derechos de manifestación. ¡Pero señor Gallardón, si nadie le ha pedido a usted que lo haga, pero tampoco le ha pedido que alimente las torticeras interpretaciones de la oposición, cuando de lo que se trataba era de ordenar la forma en la que se deben desarrollar para intentar que no fastidien a los ciudadanos e impidan a los comerciantes seguir con sus negocios, ya bastante afectados por la crisis; no el impedir que tengan lugar! Lo cierto es que el ministerio de Interior viene dando muestras de pusilanimidad, poniéndose a la defensiva ante las acusaciones de IU o el PSOE, de brutalidad policial, en lugar de hacer valer los actos de vandalismo y las vejaciones a los que sometieron a la policía antes de que se autorizaran las cargas que, naturalmente, no se van a realizar tirando claveles a aquellos que no dudan en utilizar todo tipo de herramientas ofensivas.
Y, para concluir, una de las muestras del acobardamiento del gobierno de Rajoy ante la amenaza independentista de Catalunya. En lugar de obligar a que se cumpla la ley y se imparta las dos lenguas, en igualdad de condiciones, a los estudiantes catalanes; el señor Wert ha optado por darnos una vuelta de tuerca más a los ciudadanos, ya que se ha ofrecido a pagar, ¡sí, señores, a pagar!, a colegios de Catalunya, para que den clases en castellano a los alumnos que lo pidan. ¡Cornudos y contentos!, ahora, no sólo el Gobierno catalán nos amenaza si España no contribuye más a su economía, sino que nos anuncian su intención de independizarse sino que el gobierno del PP, nos anuncia que, de nuestros impuestos, se van a pagar clases de español a alumnos catalanes. ¡Y una paella para todos! Señores, el desánimo, el desencanto y la desesperanza nos invaden, ante hechos tan denigrantes. O así lo veo yo.