Macarena Assiego. Juan se abría paso entre la multitud para llegar a su destino. Debía alcanzar la otra punta de la ciudad en menos de veinte minutos y no sabía cómo hacerlo. Venía de otro lugar y provenía de otro tiempo. A pesar de haber prestado servicio a sus Majestades los Reyes de Oriente, durante más de mil años aún no se acostumbraba a los cambios, dada su profesión, paje real. Tan sólo acudía a la tierra unas semanas al año y cada vez se le hacía más difícil, sobre todo estos dos últimos siglos en los que las ciudades estaban formadas por grandes bloques de hormigón y pocos árboles y veredas. Cierto es que las luces y los adornos de los centros comerciales en la época Navideña parecían celebrar la Natividad aunque la realidad fuese bien distinta. Juan sufría mucho viendo a las personas excederse en gastos y conducta y retraerse cuando de entender el motivo de tanta algarabía se trataba. A causa de sus pesares y de su mal genio en más de una ocasión se vio envuelto en alguna trifulca con gentes de mal carácter. Esta situación preocupaba mucho a Simeón el Paje Mayor, quien debía responder ante los mismísimos Reyes Magos. Precisamente por eso, Juan había de atravesar la ciudad, debido a uno de sus “contratiempos”: en esta ocasión se debió a una pelea multitudinaria en un centro comercial, donde había sido destinado para observar a los niños que acudían. Debía de trabajar como cuidador junto a un joven que negaba la existencia de los Reyes Magos ante un nutrido grupo de atónitos muchachuelos no mayores de ocho años. Juan, al oír tales aseveraciones y algún que otro improperio contra las personas de fe, ni corto ni perezoso se encaró con el joven blasfemo intentando rebatir sus palabras y exigiéndole que se retractase de tales injurias. El mozalbete, quien además de descreído carecía por completo de las más elementales nociones de respeto, no sólo no se disculpó sino que amenazó a Juan con una gran pandereta de piel de cordero que acabó estampada en su cabeza por el impaciente paje. El joven respondió con un golpe en todas las narices del paje que cayó arrastrando con él a un gran árbol de navidad con adornos incluidos. Los pobres chiquillos gritaban unos riendo sin parar y otros llorando desconsoladamente. Ante tal escándalo acudieron presurosos los padres de los niños y el personal de seguridad que intentaba que estos últimos no tomasen partido en la riña. Sin mucho éxito: al final, padres, niños, paje y joven acabaron enzarzados en un intercambio de empujones, pisotones, insultos y algún que otro puñetazo. Con el tiempo justo para cambiar los planes, Simeón decidió enviar al “díscolo” ayudante a las cocheras donde se preparaban las carrozas que portarían a sus Majestades a través de las calle.
Por fin en el metro observaba las caras apáticas y el silencio que inundaba el vagón estremecía su corazón, a veces la voz que anunciaba la próxima estación rompía ese triste mutismo de los viajeros. Juan no podía más, sentía que las venas le estallarían de un momento a otro. Se preguntaba que pasaba con esta generación tan llena de comodidades y carente de alegría ¿acaso sería este el fin de la raza humana? Alzó la mirada y reparó en uno de los viajeros, recordaba su niñez, sus cartas a los reyes magos llenas de ilusión. Y se le ocurrió una idea:
Roberto Gómez, un coche de bomberos, un balón de futbol y que mis papás se quieran mucho, año 1994.
Mirian Ramírez, la muñeca que saltaba a la comba, unos patines de dos ruedas, una falda de bailarina y que mi abuelita se ponga mejor, año 1976
Elvira López : una bicicleta de color rosa con ruedines, una casa de muñecas muchos cromos y por faaa que mis papas me traigan un hermanito, año 1990
Pedro Pérez, una mascota que cuidaré muy bien, prefiero perro que gato y nada más porque es lo que más quiero, año 1985
Los viajeros se miraban atónitos, ello eran Roberto, Miriam, Elvira, Pedro y el resto de los que Juan había citado recordando textualmente las cartas que enviaron a sus Majestades cuando eran niños. No salían de su asombro, alguno pensó que se trataba de una broma pesada, pero ¿Cómo iban a saber que todos ellos tomarían el metro a la misma hora y el mismo día? Podría ocurrir que alguno de ellos fuese habitual debido a sus horarios de trabajo pero, Elvira ni siquiera vivía en aquella ciudad, y estaba en ese vagón porque se equivocó de dirección.
-Sí, os conozco a todos y cada uno de vosotros y hoy os miro y me dais pena ¿qué pasó con vuestra esperanza, con vuestra inocencia, con vuestra fe?
Los ocupantes del metro, murmuraban algunos sorprendidos y otros algo ofendidos por los comentarios del paje. Por fin una señora de más de setenta se atrevió a preguntar quién era él, que tanto sabía de todos.
Tenéis razón no me he presentado disculpadme-soy Juan uno de los pajes que ayudan a los Reyes Magos a traer regalos a los niños y que no entiende que os pasó, ¿Por qué no queréis sonreír, recordando la navidad? Acaso valen más las c osas que el prójimo? ¿Si ya no tenéis fe por qué celebráis la natividad de nuestro señor? No lo entiendo¡¡¡Acaso no os dais cuenta que sin fe, no hay alegría, ni caridad ,ni ilusión. En fin... Perdonadme, yo soy un poco “metepatas” y debí callarme…lo siento.
Juan se desplomó sobre un asiento, avergonzado por su nueva salida de tono y cubriendo el rostro con las manos rompió a llorar desconsolado. Una mano se posó sobre el hombre el apenado paje a la vez que su voz entonaba un alegre villancico, la voz se tornó un coro de voces que unidas cantaban alegres melodías que hacía mucho no entonaban. Juan alzó la vista y pudo entender cuál era su principal misión, mantener la llama del Amor de Dios encendida y recordar al mundo que Dios nos ama tanto que se hizo hombre una noche fría en un lugar inhóspito.