Manuel Morillo. 15 de diciembre.
«Muchas veces el legislador humano puede mandar por error cosas injustas e ilícitas; pero no tiene derecho para ello. Y lo mandado no tiene fuerza de ley, pues una ley injusta o deshonesta no es ley. La ley civil no puede ir contra la ley natural, ni el hombre puede, al mismo tiempo, estar obligado por leyes contrarias. Por consiguiente, es imposible que tal ley civil sea verdaderamente ley u obligue» ( Suarez, De legibus III c. 12, n. 4)
La legislación abortista aprobada por el Parlamento, respaldada por el Tribunal Constitucional y ratificada por la Jefatura del Estado, es decir cumpliendo todas las garantías que exige la legalidad vigente, ha tenido como resultado la matanza de millones de niños inocentes, con la connivencia de las Administraciones públicas, que incluso, en multitud de ocasiones, han respaldando económicamente esos parricidios.
En todo el mundo occidental, desde la aparición generalizada de las legislaciones abortistas a mediados de los setenta, son centenares de millones los bebes asesinados. Muchas más victimas que las de la primera y segunda guerra mundial. Y desde luego muchísmas más que las del Holocausto, puesto siempre como ejemplo del horror al que puede llegar el ser humano.
Y este asesinato generalizado de inocentes se ha realizado siempre en los sistemas liberales, relativistas, siguiendo los procedimientos legales, cumpliendo con las normativas vigentes, con el respaldo de leyes emanadas de los parlamentos, etc... Es decir siempre dentro del deificado "ámbito de la Constitución". Y por ello, multitud de relativistas, que confunden lo legal con lo legítimo, aceptan este crimen sin resistirse.
Los teóricos liberales dicen que el poder político es un poder limitado, pero limitado por el derecho positivo o constitucional, que convierte al Estado en un Estado de derecho. Estado de derecho es un Estado, en el que el Derecho regula no sólo las actividades de los particulares, sino también la de los órganos públicos del poder. Con lo cual se evitan los posibles abusos del poder.
Pero el liberalismo, al identificar el poder soberano con la Voluntad general del pueblo, no pone más limites al poder político del Estado que los que esa soberanía popular quiera imponerse a sí misma. Lo cual es la afirmación de la autonomía y del absolutismo más radical.
«Esto hace aún del régimen democrático -a pesar de las contrarias, pero vanas apariencias- un puro y simple sistema de absolutismo». (Pio XII, BH 29; BAC 819). Cualquier régimen, aunque se llame democrático, si no hace referencia a los supremos principios de la ley natural y se fundamente sólo en el positivismo jurídico, abre la puerta al absolutismo del Estado. «Sólo una democracia fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas será resueltamente contraria a esa corrupción política que atribuye al Estado un poder sin límites y sin frenos». (Pío XII lb.)
Lo reconocen los mismos liberales. Los jurisconsultos ingleses, por ejemplo, así hablan de su Parlamento: «El poder y jurisdicción del parlamento son tan transcendentales y absolutos que no pueden ser restringidos por ningún límite en todas las materias concernientes a las personas y a las cosas. Poder absoluto que De Lolme encierra en aquella frase proverbial: El Parlamento lo puede todo menos cambiar una mujer en un hombre y un hombre en una mujer». (Dicey, Introducciónn al estudio del derecho constitucional. cap. 1). -Quizá el texto se les ha quedado antiguo pues ahora también el estado pretende legislar para cambiar, y pagarlo con dinero de todos, el sexo de las personas.
Por eso, como indica Suárez (el inteligente, el filósofo, teólogo y jurista jesuíta) las limitaciones éticas del poder son la única garantía real.
Se fundan en el derecho natural, que impide legislar nada contra la ley de Dios; y si algo se legislase o se mandase, sería injusto e inválido.