El Teatro Real recuerda a Mortimer con "La clemencia de Tito"
Luis de Haro Serrano
Tras la presentación de” Otello” y ” Norma”, dos óperas típicas del romanticismo centradas en el amor, recibidas con diferente criterio por el público, vuelve la programación especial del bicentenario con este atractivo título del compositor de Salzburgo –último de su catálogo operístico- con el que el Real recuerda al extinto Gerard Mortier, dada la preferencia que sintió por ella desde su etapa de estudiante en la que se mostraba contrario al injusto trato que la crítica le dispensaba. Una predilección que le llevó a programarla en todos los Teatros en los que desempeñó su trabajo de director artístico; Bruselas, Salzburgo, París y Madrid, donde se presentó por última vez en el año 2012 con una puesta en escena dirigida por el matrimonio alemán Ursel y Karl-Ernest Herrmann, que repite en esta ocasión con una producción del propio Real procedente del Festival de Salzburgo.
Preparada en dos actos como solían hacerlo los títulos considerados como “ópera será”, sobre el libreto de Tommasio Mazzolá basado en el drama de Pietro Metastasio, se terminó su composición a principio de 1791 estrenándose con poco éxito el seis de septiembre del mismo año en el Teatro Nacional de Praga, constituyó un acontecimiento plagado de intrigas y rumores, que no se ajustaban a la realidad, ni por la calidad de la obra ni por la aceptación real con que la recibió el público que, tras su primera presentación consiguió que fuera incrementándose su interés por ella, sin importarle ni la negativa opinión de la Corte y menos la de la emperatriz María Luisa que la calificó como una “porquería alemana”. Con ella Mozart no compuso un gran drama como fueron “Don Giovanni” o “Las bodas de Fígaro”, pero sí una partitura dotada de numerosas arias, dúos y recitativos dotados de gran belleza y atractivo, realizados con un perfecto acoplamiento entre música y voces; valores que consiguieron hacerla pronto muy popular en Alemania hasta aproximadamente 1830, cayendo posteriormente en un incomprensible olvido del que se recuperó a mediados del siglo XX. El Real la presentó por primera vez el 12 de marzo de 1999. Hoy está considerada como una de sus obras maestras, a pesar de que el argumento no es ni llamativo ni novedoso al haber sido tratado anteriormente en 39 ocasiones por 35 compositores con los mismos fines de ensalzar las bondades de las diferentes dinastías, no alcanzando su actual reconocimiento hasta que Mozart despertó con ella el gusto por lo clásico realizado con un aire nuevo dotado de una mayor frescura y elegancia vocal que se distanciaba bastante del formato clásico propio de la escuela napolitana, especialmente en la declamación de sus largos recitativos. Su reflejo más directo se encuentra en las diferentes arias de Vitelia, Sesto y Tito del 2º acto,”. Los papeles de Sesto y Annio fueron interpretados al principio por castrati, hasta que poco a poco los asumieron mezzosopranos y sopranos.
Mozart recibió el encargo de su composición para que sirviera como parte principal de los numerosos actos que se celebraban como homenaje por la coronación del nuevo rey de Bohemia, tras ser declinado por Antonio Salieri alegando exceso de trabajo. Dada su particular situación económica y social no quiso rechazarlo, a pesar de que se hallaba en plena preparación de obras tan contradictorias y significativas como “La flauta Mágica” –que debía estrenarse sin demora- y el “Requiem”, encontrándose, además, muy sugestionado por la idea de su inmediata muerte debido a la forma tan extraña con que había recibido el encargo de esta última, lo aceptó y, a pesar de sus agobios, como era habitual en la preparación de sus obras, lo realizó en un tiempo record; apenas seis semanas. En ese momento media Europa cuestionaba la capacidad y moralidad de las coronas que en ella reinaban. De ahí que presentar teatralmente a un dirigente cabal y virtuoso era una oportunidad que no deseaba dejar pasar. Leopoldo II subía al trono para encarrilar una monarquía en crisis, lo mismo que Tito, que en su época se vio forzado a asumir el liderazgo de la decadente dinastía Flavia. Con ello, se pretendía, además, influir en la opinión que el pueblo debía formarse sobre su nuevo Monarca. La historia discurre con un desarrollo de intrigas y amores cruzados que no acaban en tragedia gracias a la magnanimidad que demostró el emperador Tito para resolver los problemas personales y palaciegos. Un personaje especial que sus contemporáneos llegaron a considerar como el Salomón de la época y el gobernante filósofo que para demostrar su benignidad hizo desaparecer de su entorno cualquier símbolo que recordara la tortura
Puesta en escena
El libreto, interesante en lo musical, adolece de una grave dificultad para su puesta en escena porque el texto es demasiado lento y carente de dramatismo. Una realidad que teatralmente hay que resolver sin que pierda fuerza su gran belleza sonora. Para ello el matrimonio Herrmann ha ideado un ambiente demasiado aséptico y atemporal que puede valer para cualquier título operístico debido a su escasa personalidad y falta de atractivo, con un desdibujado movimiento escénico para una producción a la que se le nota demasiado el paso de los años y un grave defecto añadido por el exceso de una iluminación que impide tener acceso a los imprescindibles subtítulos.
La orquesta, muy bien llevada en líneas generales por Christophe Rousset, que también se encarga de la parte del contínuo, tuvo sus mejores momentos, excelentes, en los pasajes solistas, particularmente atractivos en las intervenciones del clarinete y en las grandes arias ya citadas de Sesto, Vitellia y Tito, situadas al final de la obra, protagonizadas por las hermosas y cuidadas voces de un magnífico 2º reparto formado por el tenor suizo Bernard Richter (Tito) y las españolas Maite Beaumont (Sesto) y Yolanda Auyenet (Vitellia), qué grandes voces para unos papeles nada convencionales y sí extremadamente difíciles que, unidos a las brillantes actuaciones del coro, contribuyeron eficazmente a sacar adelante este último trabajo de Mozart y olvidarse de los planteamientos de su desdibujada puesta en escena.