El totalitarismo bajo capa democrática
Pio Moa. La ley de memoria histórica (LMH) se dice inspirada en el “espíritu de reconciliación y concordia (…) que guió la Transición”, y se pronuncia “a favor de las personas que durante los decenios anteriores a la Constitución sufrieron las consecuencias de la guerra civil y del régimen dictatorial que la sucedió”. Su espíritu es la condena del franquismo, arguyendo que “nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática".
Que una ley despótica se envuelva en invocaciones de libertad no es nada nuevo. Por mencionar un caso, la Constitución soviética de Stalin fue loada como “la más democrática del mundo”, pese a encubrir la más violenta e inhumana tiranía. La referencia viene al caso porque quienes “sufrieron la dictadura” de Franco fueron principal y fundamentalmente comunistas y terroristas. En las cárceles franquistas --proporcionalmente las menos pobladas de Europa, pasada la posguerra-- no hubo demócratas. Y estos datos clave, reales y no propagandísticos, indican que los autores de la ley se identifican, con mayor o menor intensidad, con tales sufridores de la dictadura. Por ello no podían haber hecho una ley democrática. Y, cierto, el franquismo no fue una democracia, pero condenarlo por medio de una ley así, resulta un sarcasmo.
Trataré en otro artículo el régimen de Franco, pero antes conviene aclarar que antifranquista no equivale a demócrata, y para ser demócrata no basta proclamarlo, por mucho énfasis con que se haga. Una democracia, repito, no admite una ley como la LMH ni sus intimidaciones implícitas y explícitas a la libertad de investigación y de expresión. Lo entenderemos mejor si atendemos a las amenazas que ha sufrido y sufre de modo creciente la actual democracia. Citemos cuatro de las mayores: la plaga del terrorismo; el socavamiento de la división de poderes y neutralidad de la Justicia; los separatismos; las oleadas de corrupción. Vayamos por partes.
Como se recordará, el PSOE se publicitó en su día como el partido de “los cien años de honradez”. Quien conozca el historial de ese partido sabe lo fraudulento de tal pretensión, pronto desmentida, además, por una marea de corrupciones. Por supuesto, no ha sido el PSOE el único partido corrupto, pero sí el iniciador de una carrera en la que han competido otros. Y ese partido ha sido el principal autor de esta ley.
Otro peligro han sido los separatismos, sobre todo, pero no solo, en Vascongadas y Cataluña. Los separatistas, sin haber contribuido a las libertades, denigran sin cesar a España con el fin de disgregarla, balcanizarla en pequeños estados impotentes, resentidos, víctimas inevitables de los manejos de otras grandes potencias. Ambos separatismos van ligados al terrorismo, muy en especial el vasco. Los dos han exhibido el mayor desprecio a la Constitución e impuesto normas contrarias a la libertad y a la lengua materna de la mayoría de catalanes y vascos. Y no por azar esos han sido, al lado del PSOE, los máximos impulsores de la LMH.
Sobre la politización de la Justicia, debe recordarse el designio contenido en la arrogante frase del jefe socialista Alfonso Guerra “Montesquieu ha muerto”. De ahí un Estado de derecho mutilado y el descrédito de la Justicia entre los ciudadanos. Del Tribunal Constitucional se ha dicho, no sin base, que es un medio para reformar subrepticiamente la Constitución a conveniencia del reparto del poder entre los mayores partidos: “para hacer constitucional lo que es anticonstitucional”. El Supremo, también mediatizado por los partidos, ha sufrido a su vez fuertes críticas, por no hablar de los llamados “jueces estrella”, difíciles de encajar en una justicia seria. Cabe dudar de la autoridad moral de estos partidos para erigirse en fiscales de la historia.
El terrorismo, especialmente el etarra, ha causado inmensos daños personales y materiales, y aún mayores políticos. La mayoría de los gobiernos, sobre todo el autor de la LMH, han socavado las bases del Estado de derecho mediante la “salida política”, más tarde llamada “proceso de paz”. Esa orientación ha corroído la democracia en manos de esos partidos, convirtiendo el asesinato en un método, aceptado de hecho, de hacer política. Los cientos de crímenes terroristas han sido premiados con concesiones y dádivas: legalización de las terminales etarras, dotadas con grandes sumas de dinero público; proyección internacional de los pistoleros; acoso a las víctimas directas; o “estatutos de segunda generación” concebidos como un paso más hacia la desintegración nacional. La ETA obtiene también un premio especial en la LMH.
Estos datos ayudan a explicar la gravísima involución democrática y nacional causada por unos partidos irresponsables, por calificarlos suavemente. Y explican el carácter de la LMH, aun admitiendo que su condena al franquismo estuviera justificada en principio. Lo cual exige decir algo sobre la II República y el Frente Popular.