Enseñar la verdad
José Escandell. 7 de marzo.
Una vez infectado el ambiente de desconfianza, es sumamente difícil convivir. Y vivimos en tiempos de desconfianza. Envueltos en los tecnicismos de la moderna pedagogía, se ofrece hoy en España un sistema de enseñanza cuyos frutos son deplorables. Sabemos con total certeza que lo que hoy se enseña en los colegios e institutos no forma a los niños y jóvenes, porque tenemos bien comprobado que son incultos, maleducados y, sobre todo, vacíos. (Naturalmente, no todos son así, gracias a Dios). El sistema educativo es hoy, en realidad y principalmente, el gran trampantojo, el enorme velo tan sutil que sólo a los ojos crédulos cubre la desnudez del Emperador.
No es problema que haya un sistema educativo. Claro que no. La autoridad pública está obligada, por amor al bien común, a configurar y ejecutar un plan de educación para los ciudadanos. Tanto por obligación directa y propia, como por obligación de asistencia o subsidio a las familias, las cuales son titulares primarias de deberes en materia educativa. Cada uno, por razón del horizonte de sus responsabilidades, ha de ocuparse de educar y de hacer educar. No es problema que el Estado establezca un sistema educativo, sino que es conveniente que lo haya.
Pero es la educación una actividad que, por su propia naturaleza, se las ve en forma explícita con la verdad y con el bien. Cuando simplemente se vive la vida, no se suele tener conciencia de que ella se da siempre en el marco de la verdad y del bien. En las cosas más menudas sucede, como cuando se conduce un automóvil o se compra el pan en la panadería. El conductor del coche procura atenerse a la verdad de las señales de tráfico incluso cuando no las cumple. El que compra pan se asegura de que lo es cuando el panadero se lo entrega. Etcétera. Pero nada de esto es explícito, sino rápida y vivencialmente asumido de manera espontánea. A diferencia de ello, en la acción sistemática educativa hay una intención explícita de transmisión de conocimientos y actitudes. Para lo cual es imprescindible tener claro que los conocimientos lo son verdaderamente y que las actitudes son correctas y buenas.
En la educación no formal, en la educación que se recibe en el hogar o en el ambiente local, no suele haber una explícita formulación de las verdades que se transmiten y los bienes que se proponen. Los padres transmiten sus conocimientos y actitudes en el vivir mismo, sin que ellos se interesen siquiera, en ocasiones, por reflexionar sobre lo que hacen. Los padres más responsables y conocedores de su misión, también reflexionan y examinan los efectos de su acción sobre sus hijos. Esto mismo acontece también en los centros educativos. Los profesores transmiten conocimientos y actitudes ya tan sólo con su presencia en el aula. Aunque la escuela es, por definición, un lugar en el que hay un intento explícito por transmitir los conocimientos de algunas ciencias y las actitudes que se consideran convenientes.
Por otra parte, se dice con frecuencia que nuestra época es relativista, y que lo es el Estado español actual. Si ello es así, si el Estado español es relativista, entonces no está educando, y el sistema educativo no es más que un engaño. Porque ninguna forma de educación puede ser relativista, pues la deja sin contenidos de verdad y de bien, y no habiendo contenidos, no habiendo nada que enseñar, no es posible enseñar.
No obstante, también puede suceder, no que el Estado sea relativista, sino que enseñe el relativismo. Este es el caso, a mi juicio. El Estado español, amparado en la defensa de la democracia, entiende que la mejor forma de ésta es la de una democracia relativista. Una democracia en la que toda la verdad y el bien se muevan tan sólo en el horizonte de la decisión y el consenso humanos. Claro que el fruto del relativismo es la tiranía, quizás la tiranía de las mayorías, incluso la tiranía de todos.