España
Manuel Bru. 12 de Octubre.
No es insano el orgullo de pertenecer a un pueblo, como el español, si esta satisfacción no se basa en un patriotismo demagógico, y sobre todo, excluyente, como suele ser el amor a la propia tierra de los nacionalismos exacerbados. Si el honor de pertenecer a una nación se basa, en cambio, en el conocimiento, el reconocimiento, y el afecto a sus santos y a sus héroes, y a muchas páginas de su historia, entonces, ese afecto es no sólo bueno, sino necesario para la construcción de la ciudad, de la polis, de un proyecto común de convivencia y solidaridad. Por eso, la unidad de los pueblos de una nación, no siendo ni imperturbable, ni eterna, ni dogma de fe, es un bien moral, porque es el resultado, y la garantía de su continuidad futura, de un haz incontable de gestos y de gestas no sólo buenas, sino admirables, portentosas, formidables y magníficas, todas aquellas que han hecho que familias, comunidades, tradiciones y pueblos dispersos se entendiesen, se ayudasen, se compenetrasen, y en definitiva se uniesen, hasta constituir una sociedad orgánicamente solidaria.
Al ver, hace unos días, la espléndida película de José Luis Garci “Sangre de mayo”, recreación de aquella gesta española del 2 de mayo de hace 200 años, volví a sentir ese sano orgullo de ser heredero de esta historia. La dignidad que contagian sus protagonistas, el humus cristiano inscrito en la defensa de los valores eternos, y el modo con el que Garcí, a contracorriente del pensamiento único o de la ausencia única de pensamiento de gran parte de los cineastas de este país, ofrece, tan explicita como natural y discretamente el valor de la oración, del matrimonio, de la fidelidad, y de la paz que exige la legítima defensa, merece mucho más que una simple felicitación personal y que una recomendación cinematográfica.