España necesita un Vicente del Bosque
César Valdeolmillos
Gracias de todo corazón a la Selección Nacional Española de Futbol, por habernos dado la gran alegría de habernos dado este día de gloria y haber logrado que, por primera vez en seis años, se hable en todo el mundo elogiosamente de España.
Escrito esto, declaro solemnemente que desde que recién inaugurado el estadio Santiago Bernabeu, mi padre me llevó a ver un encuentro en el que se enfrentaban el Real Madrid y el Sporting de Gijón —tiempos en los que en las filas del equipo merengue figuraban Bañón, Querejeta, Corona, Muñoz, Ipiña y Molowny entre otros, por entonces en España aún no se había oído hablar de Diestéfano— y en el que el equipo asturiano ganó en el último minuto por 0-1, el encuentro me produjo tal aburrimiento y el resultado tal decepción, que nunca más he vuelto a sentir la menor motivación que me haga aficionarme a este espectáculo que mueve intereses inimaginables y suscita tan ardorosas pasiones.
Cuando ocasionalmente veo a través de la televisión alguno de esos inmensos coliseos tronando a causa del rugir de cientos de miles de gargantas porque la pelotita ha traspasado los tres palos, pienso en lo poco que ha progresado la humanidad. Los que manejan el poder siguen distrayendo al pueblo de los problemas y angustias que ellos mismos le causan, con unas migajas de algo y circo, ¡mucho circo!
Los griegos utilizaban los juegos olímpicos como tregua —tiempo de paz— en sus discordias internas, uniéndose todos en torno a un solo objetivo: el triunfo de sus mejores atletas. Los emperadores romanos, para distraer al pueblo de sus innumerables tropelías, convirtieron a sus habitantes en carniceros que bramaban de entusiasmo ante la sangre derramada sobre la arena. Nosotros, en siglo XXI, ofendemos a la dignidad humana, haciendo un escandaloso alarde de derroche en el corazón de un continente en el que una gota de agua potable es más valiosa que un brillante y en el que una gran parte de los niños, mueren a causa de la desnutrición antes de los cinco años. ¡Con lo que se podría hacer en esos mundos de desheredados con los cientos de miles de millones que han costado estos “juegos”!
Quizá hoy las formas sean más refinadas, pero los métodos de hurtar de la mente los problemas de fondo, las variopintas y sofisticadas formas de crueldad que el hombre sigue ejerciendo contra el hombre, no es muy diferente de la de entonces.
Con todo, y al margen del hedor que emana de las ocultas cloacas que alimentan los intereses que pululan en torno al tinglado que constituyen estos gigantescos eventos “deportivos” y la afrenta que los mismos suponen para ese mundo que sumido en la más absoluta de las miserias, carece de lo imprescindible para mal subsistir, he de admitir que en las actuales circunstancias de España, el cabezazo de Pujol en el encuentro contra Alemania y el tan ansiado gol de Iniesta en la portería holandesa, además de la victoria, constituyeron dos campanazos tan rotundos, tan sonoros, tan manifiestos y expresivos, que de los mismos, deberían tomar buena nota las sórdidas, codiciosas y oportunistas oligarquías políticas hacedoras de artificiales nacionalismos y las de los gnomos mentales que las amparan; paletos miopes, que engreídos de su propia y fatua vanidad, tienen la impúdica osadía de presentarse ante el mundo con planetarias visiones que solo anidan en su presuntuosa y liliputiense mollera.
Tanto unos como otros, se creen iluminados salvadores del mundo y no son más que sanguijuelas incrustadas en nuestra piel, incapaces de hacer otra cosa que destruir día a día nuestra sociedad, improvisando sin sentido en función de sus espurios intereses y como su único objetivo es perpetuarse en el poder, de forma miserable aplican el aforismo de Julio Cesar: “divide et impera” divide y vencerás.
Nos separan; nos dividen en buenos y malos, en ángeles y demonios; nos enfrentan a unos contra otros bajo el subterfugio de hacer una sociedad más justa e igualitaria; legalizan el asesinato libre de generaciones enteras, legalizando el exterminio de seres inocentes e indefensos y tienen el provocador descaro de argüir que es para dotar de mayores garantías a quienes están condenados a ser despedazados en el vientre de su propia madre; defienden la idea —y a quienes la han practicado al margen de la Ley— de dormirnos dulcemente para que no despertemos, invocando una falaz muerte digna; dilapidan el fruto del esfuerzo de nuestro trabajo en políticas electoralistamente partidarias a expensas de arruinar a España y a los españoles; con vergonzosa ignorancia, maligna intención y un inconmensurable complejo de inferioridad, eliminan cuando pueden u ocultan y desprecian cuando no tienen otra salida, los símbolos de nuestra identidad nacional, al tiempo que alientan y apoyan voraces tendencias nacionalistas, que con perjuicio para el resto de los españoles, gozan de privilegios injustificables en el siglo XXI.
Privilegios que en buena parte, son utilizados para sembrar el odio de sus nuevas generaciones hacia quienes precisamente les estamos manteniendo.
Valgan como ejemplos más recientes —y no me aparto del mundial de futbol— ese vídeo difundido en las televisiones que no están a las órdenes del régimen, en el que se contempla como se coreó el gol de Pujol en una sede nacionalista catalana, cantando “…la puta España”, por cierto, con la música de un tema que ensalza a nuestro país y que después de dar la vuelta al mundo, ha quedado como símbolo de una parte de nuestra identificación nacional. El otro desgraciado ejemplo, es el de ese joven gaditano, que en Pamplona, por parte de unos descerebrados amamantados en el odio a su propia nación —mal que les pese— recibió una puñalada en la axila, por cometer el pecado de ir envuelto en la bandera española.
Dicen los comentaristas deportivos, que el cabezazo de Pujol, impulsó el balón con pasión tal, que el esférico penetro en la portería alemana con la fuerza de un misil.
Lo que los nacionalistas y sus oportunistas socios políticos ignoraban, es que ese misil, perforaría al mismo tiempo la línea de flotación de sus anacrónicas y extemporáneas ideologías, tan alejadas de los sentimientos de la ciudadanía común y corriente; de esa ciudadanía que no goza de poltronas y lujosísimos coches blindados; de esa ciudadanía que no ha sido educada en el odio a sus compatriotas; de esa ciudadanía que no tiene grandes posesiones cuyo origen no se atreven a explicar; de esa ciudadanía que no tiene otro poder que el de su voto en las urnas cada cuatro años; de esa ciudadanía que se levanta a las seis o las siete de la mañana para ir a su trabajo —si tienen la fortuna de conservarlo aún— y producir, para que unos pocos privilegiados se aprovechen de la riqueza que el mismo genera; de esa ciudadanía que no se beneficia de las subvenciones por oportunistas razones de apoyo al poder; de esa ciudadanía que tiene que hacer mil y un equilibrios para pagar su hipoteca, la luz, el teléfono, el agua, el gas, la basura, el impuesto de circulación, el IBI, el IRPF y un rosario de impuestos interminables; de esa ciudadanía que apenas nacidos sus hijos, tiene que, desde primerísima hora de la mañana, dejarles en las guarderías, porque al carecerse de una auténtica política de protección a la familia —salvo la de los que mangonean el cotarro ¡faltaría más!—, forzosamente los dos miembros de la pareja tiene que trabajar, con evidente menoscabo de su vida familiar; de esa ciudadanía que llegan a casa extenuados a la hora de acostar a sus hijos, lo que les impide tener la convivencia familiar necesaria en la que se pueda sembrar la semilla de su formación; de esa ciudadanía que con angustia observa como sus hijos se van empobreciendo intelectualmente a causa de la pésima educación que están recibiendo, con lo que en su día, con muchos y pomposos títulos que no les servirán de nada, con suerte llegarán a ser subalternos de las juventudes de los países de nuestro entorno, muchísimo mejor preparadas que las nuestras; de esa ciudadanía que ve como sus hijos en edad de incorporarse al mundo laboral y labrarse un porvenir, no tienen la menor perspectiva de poder independizarse y formar un hogar; de esa ciudadanía que en plena madurez, cuando más fruto podía dar a la sociedad, se le cercenan todas sus expectativas con el despido o en el mejor de los casos, con una prejubilación anticipada, truncando así de forma traumática, su futuro; de esa ciudadanía que a causa del despilfarro de los mandamases de la cosa pública, ve disminuido su patrimonio y mermado su salario; de esa ciudadanía que después de toda una vida de dar fruto a la sociedad, ve congeladas y amenazadas sus pensiones; de esa ciudadanía que cuando por su edad más lo necesita, va a tener que pagar una sanidad pública que ya pagó cotizando a la SS.SS durante su vida laboral; de esa ciudadanía para la que llegada la senectud, que es cuando más necesita el ser humano el amor, el cariño, el reconocimiento y la ayuda, se le aprobó una Ley de dependencia que al final ha resultado el cuento de la lechera.
El cabezazo de Pujol y el gol de Iniesta, por primera vez en la historia de los mundiales de futbol, hizo posible que la Selección Nacional Rojigualda —la española, no la roja, que ni para hacer demagogia tienen imaginación; la roja es el sobrenombre con el que tradicionalmente se conoce a la selección de Chile— llegasen a conquistar la copa de campeones del mundo, despertando en la generalidad de los españoles, el noble sentimiento de hacer posible el logro de un sentimiento común, representando a nuestra nación; la única que conoce el mundo: España.
La proeza que se ha hecho realidad, no es del Madrid de Casillas, ni del Barcelona de Busquet, Xavi o Pujol, como pretenden para avivar la confrontación entre hermanos, los mezquinos politicastros nacionalistas enriquecidos a la sombra de su superchería y votados por un puñado de ingenuos de muy menguados conocimientos, ignorantes de que ellos serán los primeros en ser las víctimas de los desmanes de aquellos a quienes torpemente creyeron.
Que se enteren de una vez por todas, todos aquellos que cándidamente han creído y caído en las ilusorias pero falaces tesis nacionalistas, que hoy, los españoles todos, reconocemos y honramos la labor desempeñada por los miembros de nuestra Selección Nacional de Futbol, con independencia de que sean, catalanes, vascos, gallegos, canarios o de Valderrábanos de Arriba, porque todos somos ramas que se nutren de la misma savia de un tronco común llamado España.
La hombrada futbolística alcanzada con la conquista del título de campeones del mundo, se debe a ese grupo de hombres, que impregnados de un objetivo común y recíproco, han integrado la Selección Nacional Española. Un grupo de hombres, que más allá del renombre profesional y de los beneficios económicos que pudieran reportarles sus logros, eran conscientes de que estaban defendiendo el prestigio deportivo del futbol español. Solo había que observar el semblante de responsabilidad de sus rostros cuando sonaba el himno de su país y el entusiasmo, la alegría, el júbilo enardecido y hasta las lágrimas de emoción, que nacidas de lo más profundo de sus corazones, brotaban de sus ojos cuando marcaban un gol o lograban superar una eliminatoria más. En esos momentos no sentían ni al Madrid, ni al Barcelona, ni a Cataluña, ni al resto de España. Todos eran unos y uno eran todos. Era España la que triunfaba.
En esos momentos, su alegría no provenía de su entendimiento. Era un atropello de sus sentimientos que brotaba de lo más hondo de su alma. Y es que la Selección Nacional Española, contaba con un sólido puente cuyos pilares se sustentaban en la siembra de una hermosa semilla que habría de dar a todos el fruto de un sueño acariciado durante noventa años: ser por vez primera campeones del mundo. Pero esto es imposible de lograr sembrando la discordia, la confrontación o los agravios comparativos entre los miembros del equipo, sino aunando voluntades y haciendo partícipes a todos y cada uno de los miembros del conjunto —jugadores y cuerpo técnico— de que todos, sin distinción, tenían que ser protagonistas de una gesta que España jamás había logrado. Y ese puente, de apariencia tranquila, de gran mesura en su comportamiento, pero que en su infinita soledad ha sabido sortear escollos, salvar dificultades, ignorar grotescas críticas y hacer de todos un solo hombre, un solo deseo, una sola voz, se llama Vicente del Bosque.
Lo que del Bosque no podía sospechar es que su callada labor al frente de nuestra escuadra, no solo causaría el efecto deseado en los hombres que el comandaba, sino que de su filosofía, nos impregnaríamos todos los españoles, logrando el milagro de que, desechando nuestros complejos, nos uniésemos en ese común deseo de recuperar el prestigio de nuestro país —aunque solo fuese futbolísticamente— y orgullosos, engalanásemos nuestros balcones o saliésemos a la calle revestidos con la bandera española. Los españoles necesitábamos perentoriamente un revulsivo que nos hiciese recobrar nuestra propia estimación ante frases como: “…mi patria es la libertad” o “…el concepto de nación es discutido y discutible”. Por ello, sin obedecer a ninguna consigna, hemos reaccionado espontáneamente como un solo espíritu, como un solo sentimiento, como un solo corazón que ha latido al unísono en todo el territorio español. Y es que del Bosque, a la hora de elegir a quienes con él habrían de compartir la responsabilidad del triunfo o el fracaso, tuvo la sabiduría de optar por hombres que sabía que no solo desempeñarían brillantemente su cometido, sino que además estaban —como el mismo manifestó una vez obtenido el título— impregnados de unos valores y principios que se alzaban por encima de su habilidades y conocimientos y que serían decisivos en la consecución de ese sueño común.
Solamente una nube ensombrece este rayo de luz. Y es que hayamos tenido el valor de reaccionar de este modo ante el hecho de atinar a introducir el balón hasta el fondo de la red y callemos cobardemente, como si con nosotros no fuese, ante esos cien mil seres nocentes que cada año ven truncada su vida en el vientre de sus madres en España.
¿Qué clase de sociedad es la nuestra, que es capaz de vibrar como un solo ser por el triunfo en un juego y se desentiende de un hecho tan sanguinario como es el aborto? ¿Qué clase de sociedad es la que —con razón— reprocha el maltrato a los animales al tiempo que defiende, comprende, disculpa o vuelve la cabeza hacia otro lado, cuando de aniquilar la vida humana se trata? ¿Donde dejamos los tan manoseados “derechos humanos” y “la protección del no nacido”?
Con todo, este que suscribe, que habitualmente no siente el menor interés por el futbol, vibrando todo su ser y con los ojos nublados por la emoción, no quiere dejar de felicitar de todo corazón a nuestra Selección Nacional de Futbol. Han trabajado con profesionalidad; con coraje; dejándose la piel cada uno en su misión; sufriendo y gozando todos ellos como una piña, sin personalismos. Han hecho equipo y han cumplido con su deber y España deberá y sabrá honrarles como se merecen. Lo que siento es que en vez de jugar al futbol, no se dediquen a la política. Porque España necesita en La Moncloa un Vicente del Bosque, acompañado por unos hombres como los que nos han representado en Sudáfrica.