Principal

Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

un artículo de Felipe Mellizo me hizo entender el verdadero europeísmo

Europa, mi destino

Manuel Parra Celaya. No me he contado nunca entre en el número de los euro escépticos. Sin ánimo de hacer alardes pedantescos, recuerdo que, allá por el 1966, cuando apenas contaba diecisiete añitos y casi recién llegado de aquella universidad sin puertas que era el Campamento de Covaleda, un artículo de Felipe Mellizo (hoy olvidado en el mundo del periodismo) me hizo entender el verdadero europeísmo; por cierto, no sé dónde lo tendré guardado, pero seguro que lo conservo ( me he prometido a mí mismo poner en orden mi ingente archivo documental en cuanto me jubile) y por ello cito de memoria sus líneas finales; venía a decir que esperar un autobús en las calles de Ámsterdam, echarse una novia inglesa o regatear en un mercado italiano con naturalidad son pruebas de ser europeo mejor que las afirmaciones rotundas de muchos encopetados europeístas. De lo de encopetados europeístas doy fe casi con completa seguridad, pues me hizo mucha gracia.

 Poco tiempo después, llegó a mis manos un texto en un folleto editado por la Delegación Nacional de Juventudes donde, junto a sus emblemas característicos, se hablaba de Europa con entusiasmo y se llegaba a calificarla  -también- como unidad de destino en lo universal. Poco sabía yo entonces de las gestiones de Ullastres para conseguir lo que se llamó tratado preferencial con el Mercado Común, que creo que fue más ventajoso para España que aquella entrada por la puerta de servicio años después; pero todo eso ya es historia remota…

 A lo que iba. Me sentí y me siento europeo a fuer de español; y, como soy un animal histórico, mi europeísmo data de mis antepasados romanos ( soy un ciudadano romano, decía mi paisano Eugenio d´Ors), de mis raíces medievales reconquistadoras, de mi admiración por Garcilaso y su señor Carlos, de las andanzas venecianas de Quevedo, de aquellos ilustrados del XVIII, del lamento por las dos guerras civiles que fueron la 1ª y la 2ª en el siglo XX; y, como fundamento de todo ello, por mi adhesión a la Cristiandad y mi valoración de su adalid para los gentiles que fue Paulo de Tarso.

 Mi cultura es la europea, en su modalidad hispánica; comparto con el resto de europeos una historia de encuentros y desencuentros, muchas veces a lo bestia, y hasta siento por la Gran Bretaña (a la que no llamo la pérfida Albión, aunque a veces haya merecido el apelativo) una sana envidia por su patriotismo clásico y por su no sé si tópica flema, que ya quisiera que sustituyera mi temperamento latino y, por tanto, excesivamente apasionado.

 Me gustaría que, un día, Europa se constituyera realmente en un sugestivo proyecto de vida en común; es decir, que existiera una Patria europea integrada por las viejas Naciones-Estado, entre ellas la mía, España, a la que no pienso renunciar ya me lo digan desde los grandes poderes financieros internacionales o desde el palacio de la Generalitat, que preside el inefable Sr. Mas.

 Europa no solo comparte cultura, historia, tradición y valores (muy soterrados, por cierto), sino que tiene los mismos adversarios ideológicos y los mismos peligros; le falta, eso sí, compartir un proyecto o misión, que sea capaz de ilusionar desde los Urales hasta Melilla, y que será mucho mejor que lo de la moneda única y el eterno debate entre el neoliberalismo alemán y la socialdemocracia francesa. Si somos capaces, entre todos, de encontrar nuevas vías  -porque las citadas ya huelen a rancio- estoy convencido de que iremos por el camino de la unidad; también sabemos sobradamente que los intentos de conseguirla a base de una nación hegemónica han fracasado históricamente una y otra vez. A lo mejor, la construcción de Europa debe partir, no de bases autocráticas o democráticas al uso, sino partiendo de criterios aristocráticos, en el sentido etimológico de la palabra.

 Aquello de “España es el problema y Europa la solución”  tampoco es aplicable hoy en día: Europa es el problema y Europa es la solución; todo depende de la capacidad de innovación y de imaginación que seamos capaces de echarle los europeos para la construcción ilusionante de la unidad.

 (A estas alturas, el lector ya se ha percatado, una vez más, de mi ingenuidad y dosis alarmante de utopía. Pero en el momento que esa ingenuidad y esa utopía sean compartidos por miles y miles de compatriotas europeos habremos empezado a hacer Europa en serio. Entonces sí podremos esperar tranquilamente el autobús holandés, echarnos una novia inglesa  -yo no estoy a tiempo porque mi esposa no me dejaría, claro- y regatear el precio de la escarola con el vendedor romano, como decía el olvidado Felipe Mellizo. Entretanto, por favor, no me hablen de trasnochados nacionalismos de opereta.)