Euskadi es del PNV
Carlos Gregorio Hernández. 12 de marzo.
La semana pasada y también en los últimos días hemos podido escuchar a Juan José Ibarreche descalificar cualquier alternativa de gobierno en las provincias Vascongadas que no implique en la ecuación al PNV. Las palabras del lehendakari, refrendadas por otros dirigentes de su partido, que calificaron de “antinatural” (Ortúzar y Urkullu) un gobierno sin el PNV, inciden en un hecho cierto: algunas autonomías, con la ley electoral de por medio, fueron diseñadas y concebidas para quedar como feudos de los partidos separatistas que cooperaron con el antifranquismo. No en vano la autonomía tiene como símbolos los del partido, que son igualmente identificables con el proyecto de independencia nacido de la mano de Sabino Arana, por más que esta cuestión hoy sea soslayada. No es extraño tampoco oír referirse en los medios de comunicación a los separatistas como “catalanes” o “vascos”, como si verdaderamente el separatismo se pudiera identificar con la voz parlamentaria de esas regiones. “Vale de amenazas. No son el régimen ni la religión de Euskadi”, dijo Francisco López. ¿Está Seguro?
Algunos regímenes políticos nacen indisolublemente identificados a una idea. Las propias naciones tienen significado, no son un mero recipiente en el territorio de ciudadanos. La Segunda República debía ser para Manuel Azaña inevitablemente izquierdista y por ello conspiró contra el gobierno del Partido Radical y de la CEDA establecido tras la abrumadora victoria de noviembre de 1933. El propio voto femenino concitó la ira de la izquierda, porque lo identificó como uno de los factores que hicieron posible el triunfo del adversario, que bajo ningún concepto podía acceder al poder. A este respecto es una pieza magistral el discurso del mismo Azaña en el debate del artículo 26 de la Constitución, concerniente a la religión, donde pronunció su sentencia “España ha dejado de ser católica”. Lo más interesante de sus palabras no fue esta expresión, sino la argumentación que la sustentaba, puesto que, al margen de la democracia ‒la mayoría del pueblo español seguía siendo católico‒, o del consabido principio de respeto a las múltiples confesiones religiosas, la República tenía que ser inopinablemente laica y de izquierdas. Es decir, la llegada de la República significaba per se que España había dejado de ser católica. ¿Cabría llamar esencialista al político republicano por excelencia?
Es importante enlazar esta idea con otra: el régimen de tolerancia que disfrutaron los republicanos durante buena parte de la Restauración borbónica, concurriendo libremente a los comicios, haciendo publicidad de sus candidaturas, sosteniendo cabeceras periodísticas, sin necesidad de tener reparos a la hora de defender públicamente la idea de República, se extinguió con el 14 de abril, fecha desde la cual los republicanos negaron el pan y la sal a sus adversarios monárquicos. Los símbolos de la monarquía fueron proscritos en la esfera pública, se cambiaron nombres de calles e incluso la mera referencia encomiástica a la monarquía fue censurada por las diferentes legislaciones que aplicó el régimen a lo largo de su historia.
La propia derecha, cuando accede al poder durante el bienio que sus enemigos calificaron como negro, aunque mejoró la situación de los perseguidos, no acabó con los males enquistados, que se desbordaron a partir de febrero de 1936, cuando la izquierda recuperó el poder, aumentando aun más el sectarismo que había caracterizado a la República durante sus primeros dos años.
Las inercias auspiciadas por el modelo autonómico emanado de la Constitución de 1978 no serán fácilmente arrumbadas por gobiernos como el que ahora se postula. Sin entrar en detalle, el amparo que desde el poder se ha ejercido hacia el independentismo en los últimos treinta años continuará en la próxima legislatura porque los partidos denominados “constitucionalistas” son, en definitiva, colaboradores del nacionalismo, antes, ahora y en el futuro por la propia lógica del sistema. Y esta última cuestión nos lleva a otro razonamiento: el grave error de Ibarreche y de su partido es pensar que la Euskadi construida sobre la deconstrucción de la historia de Vascongadas es obra exclusivamente suya, pues los que ahora anatemiza le franquearon la tarea e incluso han colaborado en la misma de pensamiento, palabra, obra y omisión.