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Diario YA


 

Malditos entre los olvidados

Falangistas víctimas del terrorismo etarra

Fernando José Vaquero Oroquieta. La asociación Falange/violencia política suele circunscribirse, por los historiadores, casi exclusivamente a la sufrida a lo largo de la Segunda República española; período en el que nace esta formación y en el que se desenvuelve casi toda su vida política.

La trágica guerra civil subsiguiente, que acabó con el experimento republicano, también puso término a la organización Falange Española de las JONS, formalmente suprimida con el Decreto de Unificación de 19 de abril de 1937 en la pseudo-totalitaria estructura Falange Española Tradicionalista y de las JONS –posteriormente denominada Movimiento Nacional- en la que se encuadraron unos pocos miles de supervivientes de la falange anterior a la guerra, privados además de casi todos sus líderes, y desbordados por otros cientos de miles procedentes de los antiguos partidos derechistas, oportunistas de todo pelaje, fascistizantes frívolos y sin escrúpulos…
 
Casi cuatro décadas después, diversas organizaciones se reclamaban herederas de la originaria Falange, enzarzándose en estéril batalla en pos de los títulos de la legitimidad, la ortodoxia y las mismísimas siglas fundacionales. Una cuestión irresuelta, ¡todavía hoy!; no en vano, al menos tres pequeñas agrupaciones recogen en su denominación tal referencia.
 
Una de esas organizaciones, en cierta medida identificada con el Movimiento Nacional, se legalizaría bajo el histórico nombre de Falange Española de las JONS, manteniéndose hasta hoy día. Diferenciada de las otras “falanges” con el adjetivo de “histórica” o “raimundista”, de su franco-falangismo primigenio, y encabezada por Raimundo Fernández Cuesta, hasta la actual liderada por Norberto Pico Sanabria, han sido muchas las vicisitudes sufridas, así como los cambios tácticos experimentados incluso por lo que respecta a tan discutidas referencias tardofranquistas.
 
Puede afirmarse, con seguridad, que la más numerosa de esas organizaciones, que se reclamaban como legítimas y directas herederas de la original, fue –lo es hoy- la que ha detentado tal denominación a lo largo de este reciente periodo de la historia de España. No obstante, además del baile de militantes de unas a otras organizaciones más o menos afines –practicado con fruición en un sinfín de escisiones, expulsiones, abandonos, etc., tan característico en ese ambiente- contingentes no tan numerosos, como voluntariosos, militaron en las otras organizaciones azules.
En este confuso contexto, de coexistencia de varias “falanges”, se desarrolló un triste y casi olvidado episodio: la persecución etarra/terrorista de los falangistas; y no decimos de “la Falange”, pues en puridad de conceptos, y aún reconociendo que la inmensa mayoría de esas víctimas militaban en la organización de Fernández Cuesta, ¿cómo reconocer como legítima a ninguna de esas facciones, excluyendo a todas las demás, salvo recuperando y tomando partido en tan esotérica confrontación interna?
 
En un intento de salvar tan injusta desmemoria, fruto en gran medida de los prejuicios y complejos de la vida pública española, y en homenaje al sufrimiento de estos desconocidos “caídos” del falangismo actual, acaba de ser editado el libro Víctimas del silencio. El acoso de ETA a la Falange durante los Años de Plomo (Iván García Vázquez, prólogo de Miguel Argaya Roya, Glyphos Publicaciones, Valladolid, 2012, 168 páginas).
 
Ciertamente, la adopción de un criterio delimitador de los sujetos del estudio se presenta como una cuestión delicada en todo caso. ¿Únicamente falangistas con carnet de FE de las JONS?, ¿y los afiliados a las otras “falanges”?, ¿y los falangistas sin adscripción?, ¿y los simpatizantes que también lo eran de grupos no azules?, ¿y los franquistas no adscritos a grupo alguno que un día militaron en el Movimiento Nacional? ¿Dónde trazar la línea roja?
Como punto de partida, el joven autor asume como criterio metodológico fundamental, aunque no sea materia pacífica según veíamos, la adscripción material y personal de las víctimas a la organización Falange Española de las JONS; por lo que deja fuera a posibles objetivos terroristas que militaron en otras, tales como Falange Española de las JONS (Auténtica), Partido Nacional Sindicalista - Círculos José Antonio, Falange Española (independiente), y otros grupos menores.
 
Transcurridas varias décadas desde su asesinato, es muy difícil aproximarse a la subjetividad de aquellas personas, cuando –acaso- incluso sus más próximos ignoraban o desconocían los matices que pudieran haberlos incluido en una u otra categoría. Si la aplicación de un “falangistómetro” siempre ha sido cuestión problemática desde una perspectiva “interna”, en este contexto de muerte y extrema violencia contra los más elementales derechos humanos, se antoja artificiosa; no obstante, el autor tenía que establecer un criterio estructural para su trabajo, salvo que el intento careciera de rigor.
 
Pero, aunque el autor ha establecido como criterio formal el de “falangista con carnet de FE de las JONS”, también incluye algunas excepciones al mismo. Es el caso de la primera mujer policía asesinada por ETA, María José García Sánchez, hija de un militante de la organización. Acaso se justifique esta excepción como un intento, por parte del autor, de visibilizar el dolor y sufrimiento que el terrorismo generó entre personas de toda clase y condición, incluidos los falangistas; también golpeados cruel e imprevisiblemente.
 
Ya se deba a la aplicación de ese criterio formal, o a la no disposición de otras fuentes documentales y/o testimoniales de la época, echamos de menos en este libro la referencia a otras víctimas de filiación falangista, en una modalidad u otra, a las que el terrorismo arrebató la vida. Pensamos, por ejemplo, en el guardia civil Ángel Antonio Rivera Navarrón, asesinado en Guernica el 8 de octubre de 1977, vinculado al Círculo Cultural Hispánico, organización netamente falangista de la capital catalana, que así lo recogió en su boletín mensual Nº 18, correspondiente a diciembre de 1997 en reflexivo y contenido homenaje.
 
Desde la perspectiva de un nivel de práctica terrorista de inferior perfil al referenciado, tampoco se recogen en el libro los diversos incidentes callejeros sufridos por militantes de FE de las JONS y otras organizaciones falangistas, con motivo de la instalación de puestos de propaganda en Bilbao, Pamplona, Vitoria…, agresiones individuales, ataques a equipos de propaganda, tales como colocación de carteles y pegatinas, elaboración de pintadas y murales, etc. Tales agresiones difícilmente pueden ser calificadas como atentados terroristas, salvo que trajéramos a colación el concepto y táctica –algo posterior en el tiempo- de “kale borroka”. Coadyuvantes, en todo caso a los atentados terroristas stricto sensu, tales acciones contribuyeron a la anulación de esos grupos azules; caracterizados por una notable precariedad de medios, pero adornados, eso sí, de las virtudes propias de la militancia falangista más clásica: la capacidad de sacrificio, el ejercicio de la obediencia, la voluntad de servicio, la fidelidad a los principios. Para su cómputo y narración sería imprescindible una investigación testimonial a cargo de sus protagonistas, muchos de ellos ya residentes fuera del País Vasco y Navarra, y alejados de tales organizaciones en su inmensa mayoría. Una labor compleja, ciertamente. Aunque escasamente documentados por los medios de comunicación de la época, fueron muchos los incidentes de esas características. Mencionaremos, a título de ejemplo, la agresión que sufrieron unos militantes de Falanges Juveniles de España y Falange Española (independiente) por los integrantes de una manifestación mientras voceaban periódicos falangistas en una céntrica calle de la ciudad, en Pamplona, según reseñó al día siguiente la Hoja del lunes del 24 de marzo de 1980 y el martes Diario de Navarra, Deia, El pensamiento navarro, Egin y La Gaceta del Norte; tratamiento informativo que evidencia que el incidente alcanzó no poca relevancia en la capital foral.
 
La vida cotidiana resulto muy difícil en aquellos años para esas decenas de militantes falangistas, en general adolescentes y jóvenes, que mantuvieron erguida la bandera rojinegra en el País Vasco y Navarra. Inmersos en un clima asfixiante dominado por la izquierda abertzale, juzgados por el perverso y extendido “algo habrá hecho”, contemplados con indiferencia o temor por sus vecinos, se enfrentaron a unas dificultades inverosímiles para la inmensa mayoría de sus correligionarios, quienes podían vivir la militancia en unas circunstancias menos amargas. Marginados entre los propios perseguidos por el terrorismo y sus cómplices, en ocasiones con unos padres desconocedores de su militancia o aterrorizados por las temidas consecuencias que de ella podían derivarse, vivieron durante unos años vitales con una espada de Damocles pendiendo sobre sus existencias y condicionándolas: en sus estudios y trabajos, su espectro de relaciones sociales, sus afectos personales…
 
Ocasionalmente, militantes de otras regiones acudían a mítines celebrados en Bilbao y otras localidades¸ en actitudes no pocas veces tan provocadoras como excéntricas... Pero finalizadas tan gloriosas jornadas, regresaban a sus lugares de origen, dejando huérfanos de apoyos a sus correligionarios vascos y navarros, con sus miedos, temores y... su soledad.
Por ello, a quienes vivieron en ese contexto, puede causar cierto asombro que el autor haya dedicado un capítulo a algunas de las implicaciones vividas por el que fuera Jefe Nacional, Diego Márquez Horrillo, en su calidad de presunto objeto terrorista. Ante el drama del holocausto supremo de unos cuantos militantes falangistas, y el temor cotidiano de quienes sobrevivieron a gravísimos atentados terroristas o a una vida casi imposible por un cierto tiempo, las peripecias narradas por el citado no superan la categoría de anécdota que casi nada aporta. Mejor servicio hubiera prestado explicando, por ejemplo, por qué se ha privado, desde su propia organización, de homenajes y honores a los camaradas caídos. Puede entenderse esa indiferencia desde trincheras ajenas; no es comprensible desde la “Santa Hermandad de la Falange”. Tal vez explique tal incongruencia el prologuista del texto, al afirmar que “… duele, en fin, que la memoria de esos militantes y concejales falangistas haya pasado todos estos años relegada incluso por sus mismos camaradas, seguramente embebidos en esas guerras internas y esa avidez conspirativa que tantos les atraen” (página 9). Acaso, el ejemplo de los antiguos camaradas de Juan Ignacio González -persona de convicciones falangistas, secretario nacional del Frente de la Juventud asesinado en Madrid el 12 de diciembre de 1980 en un atentado todavía no resuelto- en sus servicios de homenaje a su memoria, pudiera señalar un buen ejemplo a seguir por los actuales falangistas.
 
En otro orden de cosas, causa asombro el empleo por el  autor, y en varias ocasiones, del término “ejecutar”, en lugar del más correcto “asesinar”, al referirse a atentados terroristas que causaron la muerte de sus víctimas. El término “ejecutar” forma parte notoria de ese empleo perverso del lenguaje del que han hecho gala los terroristas, sus cómplices y tantos medios de comunicación perezosos o complacientes durante décadas: en lugar de hablar de un asesinato se referían al mismo calificándolo de “ejecución”. Así, la valoración moral implícita al concepto “asesinato” no sólo se anulaba mediante el empleo del término “ejecución”, sino que a sus autores se les arrogaban funciones semiestatales, elevándolos de categoría, tanto en la naturaleza de la acción, como de la moral. Esta táctica, otra más desplegada desde las multiformes factorías del terrorismo, ha sido progresivamente denunciada desde el entorno de las asociaciones de víctimas del terrorismo, así como por parte de algunos intelectuales, prematura o tardíamente incorporados a tan estimable misión, en un debate que profundiza en las raíces morales del terrorismo y de la propia sociedad que lo sufre.
 
Respecto a la parte gráfica del libro, debemos calificarla de irregular. Sin duda el autor ha realizado un notable esfuerzo. Pero algunas fotografías, que resultan de gran interés, apenas presentan un tamaño de 2’7 x 4’2 cm., lo que dificulta su visualización. Las fotografías actuales de los lugares donde algunos comandos de ETA se escondieron en Madrid, en un tiempo determinado, mantienen un interés muy secundario; mayor atractivo presentaría, por ejemplo, de tratarse de los lugares donde se consumaron los atentados, o donde reposan los restos de los caídos, en su caso. De las reconstrucciones infográficas de los atentados, que ocupan cinco páginas, es de justicia calificarlas de magníficas.
 
No por todo ello deben sacarse conclusiones negativas: el libro, debe afirmarse con rotundidad, era necesario, pues afronta una cuestión “maldita”: la de los marginados entre los olvidados. Si era duro ser guardia civil o policía nacional en los “años de plomo”, no era mejor cosa ser acusado de “chivato” o “ultraderechista” por los terroristas y sus cómplices. Por ello es un libro valiente y bien orientado en general, tanto en su metodología, como en el tratamiento de la información recogida. Pero, en aras de la objetividad histórica y de un ejercicio razonable de memoria colectiva, se precisaría de un estudio más completo; acaso enmarcado en el concepto más amplio de violencia política, que engloba el de terrorismo.
 
En ese sentido, el propio libro marca esa necesaria línea futura, al partir del asesinato del falangista Ramiro Figueroa Ruiz en Valdemoro, por un militante del Partido Comunista de España, el 9 de mayo de 1977; lo que a priori se excluiría desde los límites formales del estudio. Y también refuerza esa línea con el tratamiento de diversos aspectos biográficos de las víctimas, la evolución de sus familiares directos, homenajes que desde cualquier instancia recibieran años después, el tratamiento penal de los terroristas…
 
Esa voluntad de afrontar la cuestión en su globalidad, si bien no consumada en su actual expresión, se evidencia de nuevo al investigar el capítulo de los atentados contra locales falangistas; táctica de “tierra quemada” desatada contra falangistas y otras presencias “españolas” que los terroristas entendieron incompatibles con su proyecto totalitario. Si bien trata especialmente el caso del atentado con explosivos contra el local falangista de Santoña (Cantabria) el 7 de marzo de 2006, se remonta en su estudio al asalto que sufriera la modesta sede de Falange Española (independiente) de Pamplona en 1978. Asimilable en su materialidad a lo que hoy conocemos como fenómeno de las bajeras juveniles, estuvo ubicada durante casi cuatro años en el bajo de un edificio ya desaparecido de la calle Río Cidacos del barrio de La Milagrosa; circunstancia que, aunque conocida por no pocas personas, se mantenía en una extrema discreción que lindaba en la clandestinidad impuesta por esa realidad hostil a la que antes nos hemos aproximado.
 
Víctimas del silencio. El acoso de ETA a la Falange durante los Años de Plomo, establece, pues, los vectores imprescindibles de una investigación más amplia que precisa el sano e imprescindible ejercicio de memoria histórica falangista y, por ende, pese a quien pese, española.