Fe y laicidad
Tomás Salas. Benedicto XVI ha recordado en alguna ocasión, y lo ha desarrollado teóricamente en sus escritos, la compatibilidad entre fe y laicidad. A algunos, por desconocimiento o desinformación, les habrá sorprendido esta idea. Más les sorprenderá esta modesta afirmación mía: la inmensa mayoría de los católicos somos partidarios de un Estado laico. Me explico.
Laicidad significa que los imperativos y los valores religiosos no tienen un carácter obligatorio -legal- en el ordenamiento jurídico del Estado y que éste asume la pluralidad de creencias (o increencias). Dicho de otra forma: los mandatos morales derivados de la religión no tienen carácter civil. Esto es algo asumido en todos los países democráticos (la mayoría, los de tradición cristiana, dicho sea de paso), oficialmente aceptado por la Iglesia en los documentos del Concilio Vaticano II y con lo que está de acuerdo una inmensa mayoría de los católicos del mundo. De hecho, todos, con la exigua excepción de una minoría integrista (lo digo entre paréntesis: no es lo mismo, aunque habitualmente se identifican y confunden estos términos, integrista que conservador; se puede ser integrista y progresista, como ese pintoresco alcalde de un pueblo malagueño que pretendía prohibir la Coca-Cola; pero ese es tema para otra ocasión). La laicidad así entendida, no sólo es asumible, sino deseable. Es un signo de progreso y convivencia y uno de los rasgos que definen inequívocamente el estado democrático de derecho.
Ahora bien, una cosa es la laicidad y otra cosa es el intento de pretender reducir el fenómeno religioso a un supuesto “ámbito privado”, sin que pueda tener repercusión pública -en la cultura, en la enseñanza, en las costumbres-. Es el lema famoso de “la religión a la sacristía”. Esta idea me parece que supone una interpretación viciada de la laicidad. Apunto dos razones:
(a) Se establece una distinción público/privado que, en realidad, es un argumento confuso y contradictorio. Hay un ámbito privado que hay que respetar, pero ello se debe a la dignidad personal de cada uno y se establece desde el propio individuo, pero no puede ser algo que se imponga desde fuera. Pongo un ejemplo: la vida sexual es privada porque así lo decide el individuo en cuestión, que tiene derecho a esa privacidad, pero nadie puede imponerle que sus creencias (religiosas o de otro tipo) sean estrictamente privadas. La privacidad es un derecho que va de dentro a fuera; lo contrario, es imposición.
(b) La religión, por su misma naturaleza, implica una una acción sobre los demás y, por tanto, una dinámica social donde se proponen y fomentan pautas sociales y valores. Las creencias religiosas, como los gases en la atmósfera, tienden a expandirse. ¿Cómo pedirles a las personas que profesan creencias religiosas que no se inmiscuyan en lo social? Sería exigir alto contra natura.
En este sentido la laicidad -cuando se convierte en laicismo- sí es rechazable y su improcedencia parte de un error básico. Éste es la confusión de lo público (lo social, lo civil) con lo estatal -legal-. Que las creencias no tengan valor estatal no quiere decir que no puedan o no deban tener proyección pública. Los que, por ejemplo, niegan que la Iglesia tenga presencia en al enseñanza, olvidan que la educación no es un función estatal -aunque sea el Estado quien la administre- sino social. En este preciso lugar reside el nudo gordiano del conflicto -que a veces reverdece y a veces se apaga, pero que nunca desaparece del todo- entre Iglesia y Estado. Una laicidad bien entendida sería el difícil, casi imposible, punto de equilibrio.