Manuel Parra Celaya. Todo el mundo se ha empeñado en que las festividades navideñas empiezan en noviembre, justamente cuando acaba la arrolladora propaganda para celebrar lo que llaman Halloween, que, al parecer, es la suplantación del Día de los Fieles Difuntos y la festiva “castañada” por la moda yanqui (aunque su origen remoto –me dicen- es escocés). En efecto, no bien se han retirado las máscaras tenebrosas de los escaparates cuando ya se ponen a la venta los primeros artículos de decoración presididos por orondos papanoeles (también esta importación yanqui y procedente del San Nicolás europeo). Las calles se iluminan también en noviembre, cuidando, eso sí, que los adornos sean lo más eclécticos posibles en tocante a lo religioso, para evitar suspicacias de agnósticos a la violeta, ateos confesos y otras hierbas. Cosas del consumismo que nos invade, se dice uno, y, con el mejor ánimo posible, se encoge de hombros y sigue adelante.
Tradicionalmente, el pesebre se instalaba el día 13 de diciembre, Santa Lucía; bueno, pues yo me limito a adelantarlo cinco días antes, coincidiendo con la Purísima El motivo es doble: por una parte, el aspecto práctico al tratarse de un día de fiesta, lo que me permite dedicar al montaje mis buenos cuatro o cinco horas; el segundo es que dicho día celebro, velis nolis, el Día de la Madre, con gran sorpresa y escándalo de los que no me conocen.
Ya sé que las festividades requieren un cierto convencionalismo social. Así, coincido con mis conciudadanos en algunas, cada día menos; otras las celebro para mi coleto o en compañía de un círculo selecto de quienes piensan como yo, pues es evidente que la intensísima mayoría de la sociedad desconoce qué demonios conmemoran ese grupo de personas que entrechocan sus copas. Cada loco con su tema, deben pensar. Finalmente, en determinadas festividades que considero non gratas a mi persona me limito a utilizarlas para refugiarme en la naturaleza.
Pero el Día de la Madre es, para mi familia y para mí, de carácter personal e instransferible. Posiblemente, solo los más viejos del lugar (y dotados de buena memoria) recordarán que el 8 de diciembre, efectivamente, fue dedicado a tal festividad desde 1938 hasta los años 60 del siglo pasado. Su institucionalización procede de las Organizaciones Juveniles de la Falange ( a la sazón, ya FET y de las JONS) y el texto fundador de la efemérides merece ser transcrito: Elige la O.J el día de la suprema exaltación de la Maternidad el día de la Inmaculada Concepción, por ser tradicional en España la defensa de este hermoso dogma al fin triunfante y porque esta defensa continuada de nuestros teólogos y poetas a través de la historia nos demuestra hasta qué punto ha sido la virtud de nuestro pueblo, el honor y el respeto a la dignidad maternal, y hasta qué punto ha sido este celo por el honor femenino del hogar la característica d e nuestra caballerosidad .Queremos crear en nuestros afiliados una conducta que nazca de un sentido claro de la obligación, quién la impone y de dónde viene, y que florezca en el alma joven por la costumbre adquirida en la infancia. Por eso, para los Pelayos y las Margaritas, el regalo y el esfuerzo de la madre. Para las Flechas Azules y Cadetes, el entendimiento de la fiesta junto al regalo y el esfuerzo que ofrecen. El Día de la Madre va dedicado en especial a las que ya no reciben caricias, porque cayeron sus hijos “cara al sol”. Para ellas toda la protección de la juventud que crece fuerte y sana, salvada por la sangre joven hoy ausente.
De forma que ya lo saben: este es el origen del Día de la Madre Los obispos de la época (que saludaban brazo el alto) acogieron gustosamente la innovación y la figura de la madre terrenal apareció unida durante largos años a la Madre del Cielo. Los flechas de mi generación seguíamos con la costumbre y, año tras año, cada escuadra recorría los domicilios de las familias para obsequiar con una rosa a la señora de la casa; a cambio, se destapaba la primera botella de champán o caía una copita de moscatel, porque entonces no estaba prohibido por los puritanos y tampoco existía el botellón que tan felices hace a nuestros jóvenes de hoy.
A mitad de la década de los 60, a algún avispado comerciante se le ocurrió que, si bien el mes de diciembre cubría sus expectativas de venta por aquello de la Navidad, en el mes de mayo no solía vender un peine; este avispado comerciante se fijó en que nuestros patrones (que viene de Pacto) yanquis también tenían su Día de la Madre pero en plena primavera. Creo recordar que algún obispo (que ya no saludaba, evidentemente, con el brazo el alto y desconocía el origen de la tradición) adujo razones teológicas traídas por los pelos, sobre si no era conveniente mezclar ambas celebraciones, la mariana y la maternal (¡). La cuestión es que, desde entonces, el común de los mortales carpetovetónicos homenajeó a sus mamás como en U.S.A., en el mes de mayo.
A ese día lo denomino “día del Corte Inglés” pero nunca Día de la Madre, que me parece una cosa muy seria como para ponerlo al albedrío de los vendedores o incluso de los obispos de turno. Como ya he dicho, sigo felicitando y regalando a mi madre y mis hijos a mi esposa el día de la Purísima, que, además, es la Patrona de la Infantería (también lo celebro sui generis, pues un servidor es de Caballería y a mucha honra).
Ni que tiene que decir que muchos se asombran al enterarse de mi empecinacimiento. Mi madre y mi mujer, no, evidentemente. Es, como he dicho, una de esas fiestas privativas, en solitario que yo sepa, en la que prescindo rotundamente de los convencionalismos sociales, del Corte Inglés, de nuestros amigos los yanquis y de la opinión ajena. De todo el mundo menos de la Inmaculada Concepción y de las madres que, afortunadamente, tengo a mi lado.