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Diario YA


 

Fideísmo, el mal de nuestro tiempo


José Escandell. 26 de septiembre. La mayoría de los católicos actuales son fideístas. Es el fideísmo una enfermedad de la fe que consiste en un cierto exceso. Es fideísta pensar que a la fe pertenece en exclusiva algo que en realidad la pura razón puede alcanzar. En realidad, el fideísmo es una forma barata y asequible de defender las propias posiciones cuando no se tienen razones claras para defenderlas. O se apoya en un recelo, más o menos explícito, hacia la razón.

Por ejemplo, hay fideísmo cuando se pretende que la existencia de Dios es cosa que sólo por la fe puede ser conocida. Un primer argumento en contra, muy asequible, se obtiene de la historia. Un poco de revisión histórica permite ver que el cristianismo no ha consistido en la llegada al mundo del conocimiento del verdadero Dios, porque ya antes, entre los griegos, hubo atisbos y auténticas aproximaciones. Ya sé que este argumento suele ser poco eficaz contra esta forma de fideísmo. De acuerdo. Pero hay también un argumento de fe para los fideístas católicos; una cucharada de su propia medicina. Fue el Concilio Vaticano I el concilio de la Iglesia católica que dejó en negro sobre blanco la afirmación de que la existencia de Dios puede ser alcanzada por la razón humana natural. Es decir: que es de fe que Dios no es de fe. Un fideísta no debería serlo, por lo que se refiere a la existencia de Dios, precisamente por amor a la misma fe.

El catolicismo contemporáneo parece haber caído agotado bajo la presión del laicismo ilustrado. Puede quizás situarse en Kant el nacimiento de la convicción fideísta actual, aunque la idea se puede remontar, por un lado, a los tiempos del nacimiento del protestantismo, y, por otro, al secularismo de los deístas ilustrados.

El catolicismo contemporáneo parece haberse persuadido de que las cosas relativas a Dios son de mera fe. Pero, si se acepta esto, es muy difícil evitar que Dios se esfume del mundo. Si se aplica el principio de la libertad religiosa, entonces, con la supresión del confesionalismo y la consagración de la neutralidad religiosa de lo social, Dios ha de reducirse a ser algo meramente privado. Porque al ser Dios algo cuyo conocimiento depende de una fe que no todos tienen, no puede ser algo común a todos. De donde resulta una situación francamente chusca, porque entonces los creyentes fideístas y los secularistas ateos o agnósticos coinciden en su concepción de lo social y de la historia común: al fin y al cabo, en efecto, ni fideístas ni secularistas dejan a Dios lugar alguno en la vida común de los hombres. Paradojas de la vida.

Por el camino del fideísmo, que parece a primera vista y en primera instancia una posición muy piadosa, se acaba en el extremo opuesto y en sintonía con quienes no quieren tener a Dios en la cumbre de todas las actividades humanas. Es un síntoma claro de la debilidad del catolicismo actual.

 

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