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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

De Luis Suárez publicado por Homo Legenes

Franco y la Iglesia

Luis Suárez

Advertencia previa a mis lectores. Este libro es un plagio, aunque no incurre en delito ya que se trata de emplear una obra que yo mismo he redactado y publicado bajo el título de Franco, crónica de un tiempo. En consecuencia, todo el aparato crítico sobre el que este nuevo texto debe buscarse en los seis volúmenes que forman dicha obra. Pero en este tiempo me ha parecido que reviste cierta utilidad hacer un resumen de todos los datos que se refieren a las relaciones entre Iglesia y Estado, ya que se están produciendo divergencias en la opinión de los autores que pueden afectar al conocimiento objetivo. Se incluyen, en consecuencia, documentos que, a mi juicio, resultan imprescindibles. Trato de ceñirme a la norma de alejarme de cualquier juicio de valor, ateniéndome a lo que los historiadores deben proporcionar, es decir, un relato bien explicado de los sucesos, y dejando al lector la tarea de extraer las consecuencias.

En 1931, al sustituirse en España la Monarquía por la República, la Iglesia trató de mantener buenas relaciones con el Estado cuya legitimidad reconocía, conservando en Madrid la nunciatura. Salvo algunas excepciones como Múgica y el cardenal Segura, que más tarde se presentarían como contrarios a Franco, los obispos se mantuvieron dentro de esta línea y lo mismo hicieron las organizaciones apostólicas. Pero dicha oferta fue rechazada y desde mayo de ese año comenzaron violentas persecuciones que alcanzarían especial gravedad en octubre de 1934 y, después, durante la Guerra Civil. Se suprimió la Compañía de Jesús, se implantaron normas de un laicismo radical y se declaró oficialmente que España había «dejado de ser católica» en el sentido que se le daba a esta palabra durante la Monarquía. El Concordato de 1851 fue suspendido, algo que también convenía a la Santa Sede, pero el Gobierno se reservaba una última palabra en el nombramiento de los obispos, a los que podía expulsar —como sucedió con Múgica o Segura— o negar la residencia, como se hizo con Pildain.

En consecuencia, al producirse el alzamiento del 18 de julio de 1936, la Iglesia se encontró en una situación de hecho: gozaba de protección y libertad en el bando que se llamaba a sí mismo «nacional», pero tenía cerradas todas las puertas en la zona republicana donde miles de personas murieron por el solo hecho de ser católicas. Hubo una excepción en Vizcaya, en donde, sin embargo, cuarenta y cinco sacerdotes fueron asesinados al no hallarse amparados en las filas del separatismo. En los primeros meses de la guerra, antes de que Franco llegara al poder, los militares también juzgaron sumariamente y ejecutaron a nueve sacerdotes que llevaban el uniforme de los gudaris.

La Santa Sede se mostró al principio muy dubitativa respecto al Alzamiento, tratando de mantener la nunciatura en Madrid y alguna fórmula de reconocimiento. No pudo conseguirlo: todos los obispos de la zona republicana fueron asesinados salvo el de Menorca —que falleció de muerte natural— y Vidal y Barraquer, que fue rescatado por el presidente de la Generalidad, Companys. La influencia comunista fue muy notable y pudo anunciar que la Iglesia había dejado de existir. En consecuencia, hemos de partir de un hecho: no tuvo opción. A pesar de todo, el Vaticano esperó hasta la caída de Bilbao —ya en el verano de 1937— para designar un representante diplomático ante la Junta de Defensa. El obispo de Salamanca y futuro primado, Plá y Deniel, definió entonces la Guerra Civil como una «cruzada» ya que estaba en juego la fe cristiana. El arzobispo de Toledo, Gomá, redactó con sus colegas españoles una carta conjunta que fue aprobada por el Papa, explicando a los otros prelados de Europa lo que estaba sucediendo. En los sectores políticos sumados al Alzamiento predominaban los grupos católicos, monárquicos y tradicionalistas. Estos reclamaron que, al suprimirse la República, debía ser observado el Concordato. Desde esta perspectiva, la Junta de Defensa y luego el primer Gobierno, comenzaron a devolver a la Iglesia todas aquellas condiciones favorables. Especialmente se produjo la restauración de la Compañía de Jesús, que pasó a desempeñar un papel de gran importancia. Los obispos no ocultaban, de cuando en cuando, la angustia que les producía ver que también en la zona nacional se cometían violencias. Pero en este aspecto su influencia fue escasa, salvo en lo referido a la salvaguardia del clero.
La Santa Sede rechazó rotundamente la demanda de restablecer el Concordato porque no quería el retorno al derecho de «presentación» que permitía al Rey nombrar obispos y grandes beneficiados. Franco y sus consejeros resistieron un cierto tiempo, pero en 1943 acabaron aceptando la fórmula propuesta por el Vaticano —de las seisenas, que explicaremos con detalle—, de modo que al Estado quedaba únicamente el recurso de escoger entre los tres propuestos, no al primero, como era norma, sino al segundo. Por otra parte había el temor de que como consecuencia de la victoria se implantase en España un régimen totalitario. Su insistencia en este punto fue eficaz. El totalitarismo, como Lenin lo define, consiste en someter el Estado a la voluntad del Partido. Aquí sucedió lo contrario: el Movimiento fue sometido al Estado. Es más correcto definir el nuevo régimen como autoritarismo.

Ahora bien, este autoritarismo estaba sometido a la doctrina social y moral de la Iglesia, lo que daba al Vaticano una indudable influencia. Fue esta la que permitió disolver los acuerdos culturales con el Reich, que se consideraban peligrosos para la fe católica. Influyó también para que a pesar de la propaganda periodística España no incurriese en la persecución contra los judíos; al contrario, se salvaron directamente las vidas de varios millares de ellos, poniendo en peligro incluso a nuestros diplomáticos. Y cuando, en los años en torno a 1956, Arrese intentó montar una Constitución de partido único, los cardenales, siguiendo órdenes de la Santa Sede, lo impidieron. A esta forma de gobierno se asignaba una rigurosa confesionalidad católica que constaba incluso como segundo artículo en los Principios Fundamentales del Movimiento. Algunos autores recurren al término nacional-catolicismo, pero sería más correcto hablar de un catolicismo nacional ya que al primero de ambos términos se asignaba la condición de sustantivo y no calificativo. Desde 1951, las cosas comenzaron a cambiar. Muchos clérigos pretendían que la Iglesia debía tener sus propios sindicatos, fuera de la Organización Sindical, y que la ausencia de censura se aplicase también a la prensa diaria de signo católico. Se extendió una onda de resistencia a la autoridad de los obispos a quienes se acusaba de estar al servicio del Régimen. Esta es la razón de que en nuestro trabajo hayamos tenido que establecer dos partes separadas por la fecha de 1953, fi rma del nuevo Concordato. En este documento, la Iglesia obtenía todas las ventajas y el Estado conservaba únicamente aquella especie de facultad selectiva que le otorgaban las tercenas.

El Concilio Vaticano II señaló la libertad religiosa —es decir, la ausencia de mención de la confesionalidad del Estado— como una condición indispensable para el crecimiento de la Iglesia que estaba llegando a los últimos rincones del mundo. Pablo VI, que no quería renunciar a los derechos reconocidos, pidió a Franco que espontáneamente renunciara al derecho de presentación. Pero el Jefe del Estado se negó: el concordato era documento fundamental aprobado por las Cortes y, en consecuencia, su modifi cación, a la que se mostraba dispuesto, tenía que hacerse mediante la negociación de un nuevo texto con idéntico requisito. Las relaciones con el Vaticano se endurecieron, y de esto vamos a tratar a continuación con detenimiento.

Aparte de algunos extremistas que reclamaban una especie de sumisión de la Iglesia al Estado, la opinión católica se dividió en dos bandos: de un lado, aquellos que creían que para asegurar el futuro en la transición era indispensable contar con un concordato, y de otro, quienes pensaban que tal firma sería una especie de apoyo al Régimen que estaba condenado a desaparecer cuando España entrase en la Comunidad Europea. Al final, ganando tiempo, triunfaron los segundos. Es imprescindible reconocer que ambas partes tenían sus razones. El Pontificado no negó nunca el agradecimiento que debía a Franco, pero intentó crear un futuro que diese a la Iglesia libertad. Ninguna de las dos propuestas podía evitar también los inconvenientes.

Aquí no se hace un juicio; trataremos de explicar las razones de unos y de otros, seguros de que el conocimiento detallado permitirá a muchos formarse un juicio correcto de cómo fueron las cosas. Es importante el conocimiento de estas relaciones, puesto que han sido importantes para la vida española y de modo especial para la Iglesia, que está muy necesitada en nuestros días de que se diga y se enseñe la verdad.