Gabilondo versus la educación
Manuel Olmeda Carrasco. El actual ministro de educación (conscientemente pongo la relevancia en “actual” sobre “ministro”), señor Gabilondo, ha propuesto aumentar la exigencia de la escolaridad -que no educación- hasta los dieciocho años. La excusa, carece de argumentos contundentes, es que así se rebajará la tasa de fracaso y se entrará en la universidad con mejor preparación académica. Quien conozca la temática de primera mano o reúna la mínima aptitud de análisis sosegado y objetivo, sabrá que esas declaraciones carecen de fondo; son estéticas instantáneas recogidas en una presunta, quizás no tanto, colección de adornos retóricos; filigranas lingüísticas sin encarnamiento semántico, para quedar simplemente en filigrana transparente y vacua. Zapatero, preboste de la indeterminación, ha calificado la iniciativa de meritoria; para, a renglón seguido, disparar todo un polvorín de fuegos artificiales que encandilan al personal.
La oferta, inteligente más que interesante, nos aboca a una serie de preguntas con respuesta compleja. El gobierno -como de costumbre- utilizará los cerros de Úbeda, desdibujará el guión hasta hacerlo irreconocible e incluso creará un laberinto inundado de humo y de soluciones ad hoc. ¿Se va a proponer un tercer ciclo en secundaria? ¿Se va a prolongar dos años el bachiller; medio, obligatorio y medio, discrecional? ¡Qué berenjenal! ¿Quizás se cree un cuarto ciclo en primaria? Los técnicos (que conocen a los alumnos únicamente por referencias o por datos estadísticos) darán cumplida satisfacción a cualquier interrogante, inquietud o temor. Sus principios teoréticos gestarán los métodos y la normativa que ha de materializar el nuevo retoque. El dogmatismo -incluso sectarismo- se convierte en el exclusivo motor de acción. Lo improcedente de su origen, asegura su rotundo quebranto.
Zapatero lo ignora, pero el ministro sabe muy bien que prolongar dos años la escolaridad, además de un gasto excesivo y el aumento exponencial de la conflictividad en las aulas, no va a atenuar el fracaso escolar ni a acrecentar el prestigio de la universidad, hoy en los niveles más bajos de su historia reciente. El problema se llama “enseñanza comprensiva”, ese exordio ideal -por tanto quimérico - que pretende ser la fuente de una educación igualitaria, confundiendo el fin con el medio; es decir, la igualdad como objetivo ficticio con la igualdad de oportunidades, escenario no sólo deseable sino reivindicatorio. La frustración es algo inherente al género humano, tanto que una pléyade de egregios pensadores (no es el caso de nuestros gobernantes, presentes y futuros) tras siglos de esfuerzo intelectivo, no han pasado de constatar la “angustia vital” como compañera de viaje. Nuestros zarrapastrosos “intelectuales” pretenden, sin conseguirlo, evitar la frustración de negligentes, indisciplinados y vagos. Consiguen, por contra, frustrar las expectativas de los virtuosos. La formación la da el esfuerzo y el dinero; ellos -el poder- apetecen eliminar la competencia.
Hoy, la Asociación de Grandes Empresas de Trabajo Temporal (AGETT) destapó la noticia de que en España, entre los dieciséis y diecinueve años, habría doscientos veintidós mil quinientos parados; o sea, un 41’13%, más del doble de la media nacional. Supongo -y conmigo los atraídos por los temas patrios- que la coincidencia de ambas noticias no se debe al capricho, ventura o desventura, del azar juguetón, a veces mefistofélico. Con este ejecutivo, la imaginación presenta siempre síntomas de enanismo respecto a la realidad que se impone posteriormente. No resulta, pues, aventurado -ni mucho menos- interpretar el aumento de dos años la escolaridad obligatoria, como el método idóneo para detraer trescientos mil jóvenes del desastre empírico de la EPA, para añadírselos al drama cualitativo de la educación. Cambiamos de asiento: pasamos de Villamala a Villapeor. La penitencia, por otro lado, costaría al contribuyente mil quinientos millones de euros, exclusivos de enseñanza; a estos se añadirían otras bagatelas afectas a padres y deudos. Se aprecia un negocio ruinoso este fervor de educar por decreto ley.
El señor Gabilondo, contra lo que debiera ser su natural austero, casi espartano, en el quehacer de su ministerio, parece caer en la tentación -crónica en sus predecesores- de particularizar su ánimo con novedades estipuladas, glosadas por legos atrevidos o loadores de cuota, en el grupo de admirables, excelsas, únicas. El glamour casi siempre se impone al hábito que, desde luego, no hace al monje.
Exhorto al señor ministro encamine sus pasos a menguar el caos de la LOGSE; no a pergeñar un invento caro y adverso, porque se presume que usted está a favor de mejorar la educación.