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Diario YA


 

Se ha cumplido un año, de aquel fatídico momento en la curva «A Grandeira»

Grandeza y miseria de un pueblo

“Amar es lo contrario de utilizar”
Juan Pablo II

César Valdeolmillos Alonso. Se ha cumplido un año, de aquel fatídico momento en el que en la curva «A Grandeira», a unos 3 km de la estación de Santiago de Compostela, se produjo una de las catástrofes más graves de nuestra historia ferroviaria, en la que perdieron la vida 79 personas.
A estas alturas no voy a referirme a las víctimas —que descansen paz— ni a ese tinglado al que injustamente le llaman justicia y mucho menos me voy a meter en el jardín de la búsqueda de los responsables.  Las cosas nunca ocurren por una sola causa, sino por la confluencia de de un cúmulo confluyente de circunstancias. Así que no, no me adentraré por ese intrincado bosque y que sea la injusta justicia de los hombres la que añada con sus conclusiones, su dosis de desconsuelo y tribulación a las familias de las víctimas.
Sin embargo, como contraste al tan artificioso entramado oficial, deseo encarar el ejemplar comportamiento, que en el mismo instante en el que se produjo la tragedia, tuvieron los vecinos de la parroquia de Angrois. Un pequeño lugar que en circunstancias tan trágicas como aquella, sacó de su interior lo más noble de sí mismo y se sumergió en la tragedia para erigirse en tabla salvadora de aquellos náufragos de la vida.
En un instante, la catástrofe aparece silenciosa como el filo de una navaja solitaria y de un golpe y para siempre, corta o mutila la vida. Bastan unos segundos para que desaparezcan los sueños, se quiebren los proyectos y las esperanzas de un ilusionante futuro se conviertan en desgarradores gritos hambrientos de alguien, que con desesperación espera que haya para que les escuche, les descubra y les salve.
Tampoco quiero olvidar las trágicas escenas del 11-M, en las que los vecinos de la estación de Atocha y el pueblo de Madrid entero, demostraron que su entrega y generosidad sin límites, es la que alimenta su propia substancia. Una pródiga y soberbia generosidad que anida en el corazón de cada uno de nosotros.
Y no puedo pasar por alto los dramáticos momentos vividos por cientos de familias de la ciudad de Lorca con motivo del terremoto sufrido. Todas ellas fueron situaciones tan trágicas, que en nuestros corazones, una vez más, los altos valores se pusieran de manifiesto y mucho más allá de las disposiciones oficiales que puedan regir para estos casos, el pueblo se olvidara de sí mismo y con ciega dedicación y generosidad, brindara su ayuda hacia aquellos que con desesperación, esperaban una mano amiga, una mano generosa que les sacara del infierno.
Es en los casos más extremos, en los que la voz de nuestra conciencia hace, que de lo más profundo de nuestras entrañas, afloren los más altos principios morales con una infinita capacidad de entrega, bondad y generosidad que nos dignifica como humanos, y con riesgo incluso de nuestra propia vida, hace que nos entreguemos al empeño de intentar salvar la de nuestros semejantes. Somos ciegos ante los riesgos a que nos exponemos… ni siquiera se nos ocurre pensar en ello… es una catarata de sentimientos alimentados por el amor, la humanidad, la fe en nuestra capacidad, la disponibilidad plena y el deseo incontenible de ayudar… obramos a instancias de una maravillosa locura… la de ser útiles a quienes reclaman una mano, que con humanidad, les brinde un rayo de esperanza.
Acciones tan ejemplares como estas nos ofrecen motivos más que sobrados para tener fe en la bondad y generosidad de nosotros, los seres humanos, que solo queremos el bien, el sosiego, la seguridad, la paz, el progreso y un futuro para nuestros hijos y nuestros nietos. ¿Tan difícil es eso?
¡Qué contraste con el hipócrita y pretendido espíritu de servicio y entrega que a diario nos restriegan ufanamente la mayoría de políticos, politiquillos y adláteres!
Son ellos con sus hipócritas ideologías, sus ambiciones de poder, sus poderosos intereses partidistas y su egolatría sin límites, los que nos causan la ruina personal y de nuestras familias; ellos son los que truncan nuestras vidas, los que hacen pedazos nuestras ilusiones, los que tiñen de negro nuestros sueños, los que hacen saltar en pedazos la senda de nuestro futuro… los que a diario nos manejan como inocentes e indefensas marionetas que reciben los estacazos de su ceguera, su obcecación e ineptitud para todo aquello que no sea salvaguardar sus fieros intereses.
Dos aptitudes contrapuestas que reflejan a las claras las grandezas y miserias de un pueblo.
 

Etiquetas:accidente ferroviario