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Diario YA


 

Las tormentarias

Hacia la farmacòpolis: Los niños medicina

Manuel Fernández Espinosa Cuando en el siglo XVIII los optimistas ilustrados pretendían reformar las costumbres patrias –instruyendo a los agricultores- se hizo célebre entre los labradores autóctonos un dicho que rezaba: “Ara hondo, echa basura y cágate en los libros de agricultura”. La Universidad de Cervera podía jactarse, en tiempos de Fernando VII, de tener a gala aquello que se convirtió en lema: “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar”. Durante mucho tiempo, ambos eslóganes –el que recomienda defecar en los libros y el de la funesta manía de pensar- han cumplido, para la progresía indígena, la función de retratar, con frases tan gráficas, el atávico obscurantismo de la “caverna de la reacción”. Ambos lemas, bien entendidos, expresaban una cierta reserva frente a todo lo que se imponía bajo el marchamo de lo novedoso y –no lo ignoremos- todo aquello que procedía de la ciencia.

Pasado el tiempo, en España se ha generalizado no ya la apertura a los avances científicos, sino la ciega credulidad por todo lo que venga envuelto en terminología científica. De tal forma que hoy basta que en la pantalla televisiva salga cualquiera, vestido con una bata, encomiando las propiedades del cianuro, para que no sean pocos los tontos que vayan y lo prueben. Así es como contemplo ciertos anuncios publicitarios que obedecen a campañas mercantiles perfectamente programadas por laboratorios y expendedurías de la poderosísima industria farmacológica. Y, aprovechando el prestigio que lo científico tiene en una sociedad de crédulos, la industria química se embolsa suculentos beneficios obtenidos de la venta de píldoras abortivas –dígase por caso la RU-486-, como de cualquier otra especie de fármacos.

En la sociedad del bienestar está prohibido pasarlo mal. ¿Se tiene un dolor de cabeza? No hace falta ir al médico, para indagar la causa; nos conformamos con remediar el malestar con una pastilla. ¿Se tiene depresión? Tómate una pastilla. ¿Se está gordo? Prueba esta pastilla. ¿Se ha perdido el sueño? Con esta pastilla duermes como un lirón.
Las mayoría, por ende, quiere creer –pues es más tranquilizante- que todo se arregla con pastillas. ¿No te diviertes? Tómate estas pastillas de colores y verás. La farmacología nos ofrece todo lo que nos es menester para desembarazarnos de problemas (abortando), aliviarnos de pasajeras incomodidades (jaqueca), o estar risueños como auténticos estúpidos inconscientes (poniéndonos y colocándonos).

Y esta actitud de felices consumidores de química se percibe y, lo que es peor, se ha generalizado tanto, en la procura de la salud física y mental, que es algo que trasciende a los niños que, viéndolo en la conducta de sus adultos, se convierten en víctimas de esta drogodependencia masiva. Si alguna institución lo suficientemente seria y fiable se atreviese a estudiar con exhaustividad el número de niños que, a día de hoy, se medica como lo más normal del mundo los datos serían espeluznantes. Y mucho me temo que el porcentaje va en progresión geométrica.

Pensé todo esto cuando, este mismo verano, un niño-medicina de estos que estoy diciendo me sorprendió. Cuando vio a un niño llorar, por haber sido severamente regañado por su madre, el niño-medicina me dijo: “Ese niño tiene problemas: tendría que tomarse alguna pastilla”.

Como el lector puede suponer, aquel aserto me hizo pensar: “Lejos de nosotros la funesta manía de medicarnos sin razón”.