Hambre
Manuel Bru. 8 de febrero.
Así se ha llamado siempre
Menos aún que en los objetivos del milenio creo en las Naciones Unidas, que para lo único que se unen es para apoyarse en guerras sangrientas, o para revisar, sesenta años después, eso de los derechos humanos, que ahora les parecen demasiado radicales respecto a eso del derecho a la vida, y un tanto prepotentes, dicen, por lo que les da por incluir los derechos de los gorilas, las ballenas o los mosquitos. Tampoco creo en los sensibles e inquietos sociales de carnet o de pegatina, con un discurso entre obámico y zapateril pomposo y demagógico sobre la pobreza. Una de las muchas ventajas de creer en Dios es liberarse de tener que creer en tantos diosecillos del progreso y de la igualdad ideológicas. O de creer en los no menos diosecillos que piden la fe ciega en el todopoderoso mercado, y que predican la no solidaridad porque como dijo un liberal ilustre no ayudes a quien pueda ayudarse a sí mismo. En cambio, sí creo en Manos Unidas. Creo en el regalo que hoy como todos los años nos hace, al invitarnos a compartir nuestros bienes con esos misioneros que están devolviendo la esperanza a millones de personas, y que están repitiendo el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Y creo en el cambio de mentalidad que nos proponen para reaccionar ante tanta hipocresía. Porque, aunque acabar con el hambre en el mundo es posible, ¿cómo no vamos dar la espalda a lejanas poblaciones hambrientas, si por comodidad y egoísmo damos la espalda a esas criaturas, carne de nuestra carne, que antes de nacer son trituradas y succionadas en lujosos hospitales de nuestras ciudades? Por eso sé que sólo con Aquel que nunca falla, y con aquellos que unan sus manos para seguirle, podremos acabar con el hambre y con la mentira que lo sustenta, y cumplir no ya los objetivos del milenio, sino los principios eternos que Dios mismo nos inculcó para que ningún semejante nuestro pasase hambre mientras nosotros tengamos pan para darle.