Homilia de Benedicto XVI en la Parroquia de San Maximiliano Kolbe
Benedicto XVI en el III Domingo de Adviento, 12 de diciembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Maximiliano Kolbe:
Vivid con empeño el camino personal y comunitario de seguimiento del Señor. El Adviento es una fuerte invitación para todos a dejar que Dios entre cada vez más en nuestra vida, en nuestros hogares, en nuestros barrios, en nuestras comunidades, para tener una luz en medio de tantas sombras y de las numerosas pruebas de cada día. Queridos amigos, estoy muy contento de estar entre vosotros hoy para celebrar el día del Señor, el tercer domingo del Adviento, domingo de la alegría. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, y al vicario parroquial. Saludo a cuantos colaboran en las actividades de la parroquia: a los catequistas, a las personas que forman parte de los diversos grupos, así como a los numerosos miembros del Camino Neocatecumenal. Aprecio mucho la elección de dar espacio a la adoración eucarística, y os agradezco las oraciones que me reserváis ante el Santísimo Sacramento. Quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas o que atraviesan dificultades. A todos y cada uno los recuerdo en esta misa.
Admiro junto con vosotros esta nueva iglesia y los edificios parroquiales, y con mi presencia deseo alentaros a construir cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros mismos. Conozco las numerosas y significativas obras de evangelización que estáis realizando. Exhorto a todos los fieles a contribuir a la edificación de la comunidad, especialmente en el campo de la catequesis, de la liturgia y de la caridad —pilares de la vida cristiana— en comunión con toda la diócesis de Roma. Ninguna comunidad puede vivir como una célula aislada del contexto diocesano; al contrario, debe ser expresión viva de la belleza de la Iglesia que, bajo la guía del obispo —y, en la parroquia, bajo la guía del párroco, que lo representa—, camina en comunión hacia el reino de Dios. Dirijo un saludo especial a las familias, acompañándolo con el deseo de que realicen plenamente su vocación al amor con generosidad y perseverancia. Aunque se presentaran dificultades en la vida conyugal y en la relación con los hijos, los esposos deben permanecer siempre fieles al fundamental «sí» que pronunciaron delante de Dios y se dijeron mutuamente en el día de su matrimonio, recordando que la fidelidad a la propia vocación exige valentía, generosidad y sacrificio.
En el seno de vuestra comunidad hay muchas familias venidas del centro y del sur de Italia en busca de trabajo y de mejores condiciones de vida. Con el paso del tiempo, la comunidad ha crecido y en parte se ha transformado, con la llegada de numerosas personas de los países del Este europeo y de otros países. Precisamente a partir de esta situación concreta de la parroquia, esforzaos por crecer cada vez más en la comunión con todos: es importante crear ocasiones de diálogo y favorecer la comprensión mutua entre personas provenientes de culturas, modelos de vida y condiciones sociales diferentes; pero es preciso sobre todo tratar de que participen en la vida cristiana, mediante una pastoral atenta a las necesidades reales de cada uno. Aquí, como en cada parroquia, hay que partir de los «cercanos» para llegar a los «lejanos», para llevar una presencia evangélica a los ambientes de vida y de trabajo. En la parroquia todos deben poder encontrar caminos adecuados de formación y experimentar la dimensión comunitaria, que es una característica fundamental de la vida cristiana. De ese modo se verán alentados a redescubrir la belleza de seguir a Cristo y de formar parte de su Iglesia.
Sabed, pues, hacer comunidad con todos, unidos en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía. A este propósito, la verificación pastoral diocesana que se está llevando a cabo, sobre el tema «Eucaristía dominical y testimonio de la caridad», es una ocasión propicia para profundizar y vivir mejor estos dos componentes fundamentales de la vida y de la misión de la Iglesia y de todo creyente, es decir, la Eucaristía del domingo y la practica de la caridad. Reunidos en torno a la Eucaristía, sentimos más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Por eso es importante que la Eucaristía siempre sea el corazón de la vida de los fieles. También quiero dirigiros unas palabras de afecto y de amistad en especial a vosotros, queridos muchachos y jóvenes que me escucháis, y a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. La Iglesia espera mucho de vosotros, de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de la vida. Sentíos verdaderos protagonistas en la parroquia, poniendo vuestras energías lozanas y toda vuestra vida al servicio de Dios y de los hermanos.
Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy —con las palabras del apóstol Santiago que hemos escuchado— nos invita no sólo a la alegría sino también a ser constantes y pacientes en la espera del Señor que viene, y a serlo juntos, como comunidad, evitando quejas y juicios (cf. St 5, 7-10).
Hemos escuchado en el Evangelio la pregunta de san Juan Bautista que se encuentra en la cárcel; el Bautista, que había anunciado la venida del Juez que cambia el mundo, y ahora siente que el mundo sigue igual. Por eso, pide que pregunten a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? ¿Eres tú o debemos esperar a otro?». En los últimos dos o tres siglos muchos han preguntado: «¿Realmente eres tú o hay que cambiar el mundo de modo más radical? ¿Tú no lo haces?». Y han venido muchos profetas, ideólogos y dictadores que han dicho: «¡No es él! ¡No ha cambiado el mundo! ¡Somos nosotros!». Y han creado sus imperios, sus dictaduras, su totalitarismo que cambiaría el mundo. Y lo ha cambiado, pero de modo destructivo. Hoy sabemos que de esas grandes promesas no ha quedado más que un gran vacío y una gran destrucción. No eran ellos.
Y así debemos mirar de nuevo a Cristo y preguntarle: «¿Eres tú?». El Señor, con el modo silencioso que le es propio, responde: «Mirad lo que he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo con la fuerza, sino que he encendido muchas luces que forman, a la vez, un gran camino de luz a lo largo de los milenios».
Comencemos aquí, en nuestra parroquia: san Maximiliano Kolbe, que se ofreció para morir de hambre a fin de salvar a un padre de familia. ¡En qué gran luz se ha convertido! ¡Cuánta luz ha venido de esta figura! Y ha alentado a otros a entregarse, a estar cerca de quienes sufren, de los oprimidos. Pensemos en el padre que era para los leprosos Damián de Veuster, que vivió y muriócon y para los leprosos, y así llevó luz a esa comunidad. Pensemos en la madre Teresa, que dio tanta luz a personas, que, después de una vida sin luz, murieron con una sonrisa, porque las había tocado la luz del amor de Dios.
Y podríamos seguir y veríamos, como dijo el Señor en la respuesta a Juan, que lo que cambia el mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de Dios, que es el signo de su presencia y nos da la certeza de que somos amados hasta el fondo y de que no caemos en el olvido, no somos un producto de la casualidad, sino de una voluntad de amor.
Así podemos vivir, podemos sentir la cercanía de Dios. «Dios está cerca» dice la primera lectura de hoy; está cerca, pero nosotros a menudo estamos lejos. Acerquémonos, vayamos hacia la presencia de su luz, oremos al Señor y en el contacto de la oración también nosotros seremos luz para los demás.
Precisamente este es el sentido de la iglesia parroquial: entrar aquí, entrar en diálogo, en contacto con Jesús, con el Hijo de Dios, a fin de que nosotros mismos nos convirtamos en una de las luces más pequeñas que él ha encendido y traigamos luz al mundo, que sienta que es redimido.
Nuestro espíritu debe abrirse a esta invitación; así caminemos con alegría al encuentro de la Navidad, imitando a la Virgen María, que esperó en la oración, con íntimo y gozoso temor, el nacimiento del Redentor. Amén.