Miguel Massanet Bosch. Es evidente, señores, que la civilización, a medida que nos hace pensar que somos más sabios, más independientes, más poderosos y más cercanos a los dioses, nos está llevando a la renuncia a los valores, los sentimientos altruistas, al concepto de familia, a los juicios morales y éticos, al altruismo, al principio de solidaridad humana, al amor a nuestras costumbres, símbolos y a despreciar nuestra historia y costumbres heredadas de nuestros mayores, para dejarlo todo reducido a este relativismo del egoísmo y la despreocupación por todo lo que no sea vivir el momento, dar rienda suelta a nuestros instintos y cultivar, hasta sus últimas consecuencias, el culto a una libertad que, por mucho que queramos sostenerlo, nunca conseguiremos que sea completa y absoluta.
Hoy en día está en desuso el concepto de patria y patriotismo. Los nuevos tiempos han traído, curiosamente, una patriotería de corto recorrido, de carácter local, al estilo de aquel famoso cantón de Cartagena, fruto de la Revolución cantonal del Siglo XIX de efímera duración. Así es como nos encontramos ante flagrantes contradicciones por los que critican, con saña, el patriotismo español que son, a la vez, los defensores, a ultranza, de un patriotismo periférico y artificial, por el que se muestran dispuestos, si es preciso, a recurrir al terrorismo y la insumisión. Se afanan en ridiculizar y descalificar a aquellos que nos declaramos defensores de España, de su unidad, de sus leyes y de su historia pero, en cuanto se trata de su microcosmos, no dudan en hacer lo propio con su lengua, sus costumbres y su pretendida “identidad” lo cual sería perfectamente compaginable si, para estos fanáticos, no fueran incompatibles.
De un tiempo a esta parte, tanto en Catalunya como en el País Vasco y, en menor medida, en Galicia y Baleares, los políticos nacionalistas y separatistas, han venido aprovechando la debilidad del gobierno socialista del señor Rodríguez Zapatero, para intentar convencer, en muchas ocasiones con éxito, que sus autonomías son las perjudicadas al mantenerse unidas a España, las esquilmadas a impuestos, las que salen perdiendo y aquellas cuyas relaciones con el Estado central siempre comportan cesiones y renuncias que son contrarias a sus intereses locales. Dicen que una mentira si se repite mil veces se convierte una verdad y, sin duda, lo que está sucediendo en estas comunidades, en las que el sentimiento secesionista ha ido creciendo en función de la permisividad de un gobierno, que tuvo que ceder parcelas de autoridad con tal de obtener el apoyo de ciertas formaciones políticas, que le ayudasen a mantener el poder.
Es por eso que no me canso de repetir que, los culpables de que nuestra nación se encuentre en la precaria situación actual no sólo son el anterior gobierno del PSOE, sino el conjunto de intrigas y concesiones que autonomías, como Catalunya, con su Tripartit y su Estatut o el País Vasco, con sus reclamaciones crematísticas y sus aspiraciones anexionistas respecto a Navarra; lograron arrancar a Rodríguez Zapatero, a cambio de contribuir con sus votos a sostener sus descerebradas políticas de despilfarro, subvenciones y disparatadas leyes, pretendidamente de cariz social pero que, en realidad, fueron las culpables del desmoronamiento de nuestra economía y sistema financiero; acompañados de la destrucción de empleo más demoledora desde que España se convirtió en una democracia. Lo que ocurre es que, las consecuencias de tantos errores, de tantas cesiones, de tantos traspasos y de la permisividad de un gobierno endeble e inseguro; con una evidente escalada, cada vez más manifiesta, más descarada y más provocativa de los separatistas que, ante la inmunidad con la que llevaban a cabo sus ataques al orden constitucional ( quemar retratos de los reyes, quemar y vejar banderas españolas, impedir la enseñanza del castellano en colegios públicos, sancionar anuncios en castellano, convocar sin la más mínima intervención de las autoridades consultas públicas en todo el territorio catalán para apoyar una opción independentista etc.) se han ido envalentonando hasta el punto de que ni en Catalunya ni en el País Vasco, los que se sienten españoles se atrevan a declararlo en público para no ser objeto de un linchamiento social y ser condenados al ostracismo.
Lo peor de este estado de cosas es que parece que ya no hay nadie que se atreva a ponerle el cascabel a este gato del independentismo. Hemos visto muestras recientes de hasta donde llega la temeridad, el descaro y la petulancia de los que no tienen empacho alguno en desafiar la Constitución para lanzarse al monte de los desvaríos, las proclamas sediciosas y los desafíos directos al Estado de Derecho; convencidos de que, hagan y digan lo que les parezca nadie, ni los fiscales, ni la policía ni las autoridades se van a atrever a empapelarlos y meterlos en chirona por traición a esta gran nación que es España. Y es que, señores, aquí ya todo el mundo se ve con derecho a desbarrar, insultar y declararse contrario al sistema, porque está seguro de su impunidad. Veamos, por ejemplo, el reciente exabrupto del presidente del PNV, señor Urkullo que, en plan mitinero, se ha dirigido a sus secuaces para protestar “airadamente” contra unas maniobras de rutina que el Ejército español realizaba en tierras de su autonomía. En Barcelona una señora, que forma parte de uno de estos programas basura, tuvo la peregrina idea de salir a la calle con una bandera española y tuvo que soportar toda clase de insultos, llamándola provocadora y amenazándola, de modo que, si no acabaron linchándola fue porque la sensatez la obligó a desaparecer de escena.
Ante una situación tan bochornosa, uno siente sana envidia cuando observa como los franceses impregnados de patriotismo hablan de “la grandeur” y respetan sus signos y símbolos de modo que a nadie le pasaría por la mente actuar ni por activa ni por pasiva en contra de ellos. En los EE.UU de América, un país federal, formado por la unión de 50 estados, con leyes distintas y habitados por una población multirracial y cosmopolita, el respeto por su Constitución, por su Tribunal Supremo y por la bandera de las franjas y las estrellas, símbolo de la unidad nacional, es patrimonio de todos los estadounidenses; hasta el punto de que, en muchas de sus casas, ondea orgullosa sin que a nadie se le pase por la cabeza realizar el menor gesto en contra de ella.
Y uno se pregunta si, una nación en la que parece que el sentimiento nacional va desapareciendo, en la que lo particular se erige desafiante contra el bien general, en la que el Estado de Derecho puede puentearse, cuando así conviene, y que se permite a los ciudadanos, no que expresen sus ideas o debatan los temas que les puedan interesar de forma libre, pacífica y dentro de un orden, sino que incumplan las normas vigentes con el mayor desenfado, pongan en jaque a las fuerzas del orden y luego, para mayor INRI, se quejen de que los repriman; ataquen, impunemente, los comercios o las instituciones, destrocen mobiliario urbano y agredan a las personas que no comulgan con sus idearios. Y esto suceda en las calles, en los espectáculos, en las TV y en los propios parlamentos autonómicos, donde los responsables de los mismos no tienen el menor reparo en soliviantar a la ciudadanía para que salga a las calles, infrinja las leyes y provoque el caos, como un medio de obligar al Gobierno a acceder a sus exigencias, sean o no oportunas o sean o no legítimas. Y todo esto, señores, tiene lugar en un momento de extrema gravedad para España, cuando toda Europa no mira con recelo y nuestro porvenir está pendiente de un hilo. Algunos debieran tomar nota para ponerle remedio antes de que sea demasiado tarde. O esta es, señores, mi gran preocupación.