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Diario YA


 

Pronto se cumple un V centenario muy manipulado por el nacionalismo sabiniano

Ideas sobre la incorporación de Navarra a la corona de Castilla

Pedro Sáez Martínez de Ubago. La incorporación de Navarra a la Corona de Castilla es un hecho histórico del que se va a cumplir pronto el V centenario y que está siendo muy manipulado por el nacionalismo sabiniano. Y para paliar esto convendría dejar claras una serie de ideas básicas. (En la foto, antiguo escudo de la unión de ambos reinos de Nájera) 

“La conquista de Navarra –escribía Yanguas y Miranda en 1843- ha dado larga materia a los historiadores y publicistas, naturales y extranjeros, exagerando unos las razones de Fernando el Católico y otros su ambición y su injusticia”.

En principio no habría que tener reparo en emplear el término conquista, ya autorizado por Correa en su conocida crónica, contemporánea de los hechos o por  el P. Alesón, continuador de los Anales de Navarra del P. Moret o más recientemente por Lacarra, quien habla de “conquista” y “ocupación”. Y varios otros historiadores antiguos y modernos, poco o nada sospechosos de veleidades de matiz político.
Sin embargo contra las falacias divulgadas mendazmente y asumidas por la ignorancia o el servilismo de mitos, tópicos o intereses espurios, hay que desmentir ideas tales como que la operación militar de Castilla en 1512 no dio lugar a gestas épicas, asedios heroicos ni sangrientas batallas. Basta un somero repaso a las fuentes documentales de la época para ver que no tiene sentido, desde el punto de vista histórico, querer parar el reloj en un momento preciso, el de la conquista, como si aquel episodio, sin duda decisivo en la trayectoria del Viejo Reyno, hubiera ocurrido ayer mismo, y no hubieran transcurrido cinco siglos, en que la historia ha seguido su curso.

Dos siglos después de la conquista y posterior incorporación, el P. Alesón, al referirse en los Anales de Navarra a la suerte que corrieron los sucesores de los reyes don Juan de Albret y doña Catalina de Foix, al llegar a Enrique IV de Francia, dice textualmente: “Este tuvo por nieto al rey cristianísimo Luis XIV, que hoy –Alesón escribía en 1715- vive y reina en Francia, y lo que es más admirable, el segundo nieto de Enrique IV y tercero del despojado príncipe don Enrique, que es el rey nuestro señor don Felipe V de Castilla y VII de Navarra, ha venido a restablecerse en la corona de Navarra, entrando a poseer con legítimo derecho y grande gozo nuestro y mayor gloria suya, no solo el reino de Navarra, sino también los reinos todos de la gran monarquía de España”. (Lib. XXXV, cap. XXI, V, 12).

Y así lo debieron de entender los navarros de 1700, cuando decidieron seguir la causa del primer monarca español de la casa de Borbón, descendiente directo de los Albret, en lugar de la del archiduque de Austria, como hizo el vecino reino de Aragón, y también los catalanes, con las lamentables consecuencias para sus fueros y libertades que son de todos conocidas.         

El profesor de la UPV Iñaki Iriarte hablaba a principios de año de una cierta visión romántica y folletinesca de la conquista, que para cualquier historiador profesional que no tenga otra visión que la de la propia historia, resulta fácil de rebatir porque carece de fundamento. Argumenta Iriarte que “cuando se afirma que los navarros disfrutaban de un estado soberano e independiente, se cae en un anacronismo brutal, que causa sonrojo cuando se escucha de labios de historiadores, por muchas horas que hayan pasado en un archivo. Ese lenguaje que habla de un estado soberano e independiente, es un lenguaje posterior a la Revolución Francesa. A los navarros de hace 500 años ni se les pasaba por la cabeza que ellos, en conjunto, divididos como estaban en estamentos, linajes, villas, gremios, etc., dispusieran de algo así como de un estado en el sentido moderno, y de la soberanía y el derecho a ser independientes. Quien era soberano era el rey, y el estado era su patrimonio. En el caso de Navarra, el rey tenía poco de independiente. Cara al interior debía contar, no con el pueblo, sino con una oligarquía eclesiástica y feudal cuyos intereses iban más allá de las fronteras del reino. Y cara al exterior, no solo su legitimidad era inseparable de su condición religiosa, sino que se hallaba vinculada, en términos de subordinación, que no de igualdad, al rey de Francia y al rey consorte de Castilla”.

En efecto, los navarros de 1512, no tanto la gente del campo o los artesanos y menestrales, cuanto lo que hoy llamaríamos las clases dirigentes (hidalgos, palacianos o parte del alto clero) se guiaban en sus actos -aparte de por su fe católica en el plano religioso y moral- por la lealtad a su rey y señor natural, que es lo que les arrebataron en 1512 bajo la cobertura de unas bulas que le deslegitimaban. Y sólo por esa fidelidad empeñada en solemne juramento feudal, continuaron algún tiempo esperando el regreso de sus reyes privativos, con o sin el apoyo militar de Francia. Si faltaron al juramento de fidelidad a los nuevos reyes en 1512, 1516 y 1521, fue naturalmente porque en su concepto del honor y la lealtad, dicho juramento perdía su validez en el caso de que tratase de recuperar el reino aquel a quien habían jurado primero y le seguían teniendo por su señor natural.  Pero al dejar de ser esto probable y verse como un sueño imposible, terminaron por aceptar como inevitable su nueva situación.

A eso se refiere Alesón cuando, tras narrar la fracasada tentativa legitimista de 1521, dice: “La fidelidad de los navarros, así agramonteses como beamonteses, desde este punto ha sido muy singular, y por tal celebrada de los historiadores, aún de los extraños y no bien afectos, que con mucha razón notan no haberse visto  desde entonces sedición ninguna en este reino contra sus reyes legítimos, sin que deba entrar en esta cuenta la de algún particular menos fiel a su rey….” (Lib. XXXVI, cap V, VI, 33) 
Concluiré con estas palabras que el historiador Yanguas y Miranda incluyó en su prólogo a la edición de la Historia de la Conquista que escribió Luis Correa el mismo año 1512: “Lo que más que todo contribuyó a consolidar el dominio de los reyes de Castilla en Navarra, fue la conducta del Católico, que parece haber llegado a penetrar, con profunda política, la índole de los navarros y la manera de domeñar su belicoso e indomable espíritu; no solo les juró la observancia de los fueros, según lo capitulado con el duque de Alba, sino que añadió la halagüeña circunstancia de que tendría a Navarra como reino separado, no obstante su incorporación con el de Castilla; fue fiel en la observancia de sus tratados y generoso, aún con sus mismos enemigos y perjuros después de la conquista, preparando de esta manera los ánimos al olvido de la antigua independencia nacional. Y aunque el noble orgullo de los navarros pugnaba sin cesar por  ella, el poder colosal de Carlos V, que sucedió cuatro años después a Fernando el Católico, pudo contenerlo, imitando la política de su abuelo. Con lo cual los navarros llegaron a olvidar su legítima dinastía y a enajenarse de ella, para siempre, desde que Juana de Labrit, hija de Enrique y nieta del rey Juan se hizo protestante; entonces Navarra se hizo también del todo española, sin dejar de ser Navarra; y ha seguido constantemente adherida al espíritu religioso y nacional de la Península, más como su aliada que como parte integrante de la monarquía”.