Imprescindible: Este es el coloquio del Papa con cinco sacerdotes
No se pierdan el coloquio mantenido en español por el Papa Benedicto XVI con diferentes sacerdotes, el pasado jueves 10 de junio. No tiene desperdicio. El Papa lo deja bien claro: "Ser sacerdote no es un empleo, es un sacramento"
América: Beatísimo Padre: Soy el sacerdote José Eduardo Oliveira y Silva, y vengo de América, concretamente del Brasil. La mayoría de los aquí presentes trabajamos en la pastoral directa, en la parroquia, y no sólo con una comunidad, sino que a veces somos ya párrocos de varias parroquias o de comunidades bastante extendidas. Con toda nuestra buena voluntad, tratamos de atender las necesidades de una sociedad que ha cambiado mucho, que ya no es totalmente cristiana, pero nos damos cuenta de que nuestro «hacer» no es suficiente. ¿Hacia dónde ir, Santidad? ¿En qué dirección?
Papa: Queridos amigos: Ante todo, quisiera expresar mi gran alegría por ver aquí reunidos a sacerdotes de todas las regiones del mundo, con la alegría de nuestra vocación y dispuestos a servir con todas nuestras fuerzas al Señor en este tiempo nuestro. En relación con su pregunta, soy muy consciente de que hoy resulta muy difícil ser párroco, también –y sobre todo– en los países de antigua cristiandad; las parroquias abarcan cada vez más, las unidades pastorales... resulta imposible conocer a todos, resulta imposible hacer todas las actividades que cabría esperar de un párroco. Y así, realmente, nos preguntamos adónde ir, como usted ha dicho. Pero quisiera decir ante todo: sé que hay muchos párrocos en el mundo que ponen realmente todas sus fuerzas al servicio de la evangelización, de la presencia del Señor y de sus sacramentos, y a esos párrocos fieles, que trabajan con todas las fuerzas de su vida, de nuestro ser apasionados de Cristo, quisiera transmitirles, en este momento, mi gran agradecimiento. He dicho que no es posible hacer todo lo que se desea y que tal vez debería hacerse, porque nuestras fuerzas son limitadas y las situaciones se vuelven difíciles en una sociedad cada vez más diversificada, más complicada. Pienso, sobre todo, en la importancia de que los fieles puedan ver que ese sacerdote no se limita a desempeñar un empleo durante unas horas de trabajo, y después queda libre y vive tan sólo para sí mismo, sino que es un hombre apasionado por Cristo, que lleva en sí el fuego del amor de Cristo. Si los fieles ven que está lleno de la alegría del Señor, entienden también que no puede hacerlo todo, aceptan sus limitaciones y ayudan al párroco. Éste me parece el punto más importante: que se pueda ver y percibir que el párroco, realmente, se siente llamado por el Señor; que esté lleno de amor al Señor y a los suyos. Teniendo esto, se comprende y puede entenderse también la imposibilidad de hacerlo todo. Por lo tanto, estar llenos de la alegría del Evangelio con todo nuestro ser es la primera condición. Después hay que escoger, tener prioridades, ver lo que es posible y lo que es imposible. Diría que las tres prioridades fundamentales ya las conocemos: son las tres columnas de nuestro ser sacerdotes. En primer lugar, la Eucaristía, los sacramentos: hacer posible y presente la Eucaristía, sobre todo la dominical, en la medida de lo posible y para todos, celebrándola de manera que se convierta realmente en el acto visible de amor del Señor para con nosotros. Después, el anuncio de la Palabra en todas sus dimensiones: desde el diálogo personal hasta la homilía. El tercer punto es la caritas, el amor de Cristo: estar presentes para los dolientes, para los pequeños, para los niños, para las personas en dificultad, para los marginados; hacer realmente presente el amor del Buen Pastor. Y después, una prioridad muy importante es también la relación con Cristo. En el Breviario, el 4 de noviembre leemos un hermoso texto de San Carlos Borromeo, gran pastor cuya entrega fue auténtica e íntegra, que nos dice a todos los sacerdotes: «No desatiendas tu alma: si tu alma está desatendida, tampoco podrás dar a los demás todo lo que deberías darles. Por lo tanto, también para ti mismo, para tu alma, necesitas tiempo»; en otras palabras, la relación con Cristo, el coloquio personal con Cristo. Es una prioridad pastoral fundamental, es condición para nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo marginal: es precisamente «profesión» del sacerdote rezar, también como representante de la gente que no sabe rezar o que no encuentra el tiempo para ello. La oración personal, y sobre todo la Liturgia de las Horas, es alimento fundamental para nuestra alma, para toda nuestra acción. Por último ya, reconocer nuestras limitaciones, abrirnos también a esta humildad. Recordemos una escena de Marcos, en el capítulo 6, donde los discípulos están «estresados», quieren hacerlo todo, y el Señor les dice: «Vámonos; descansad un poco» (cf. Mc 6, 31). Éste también es, a mi entender, trabajo pastoral: hallar y tener la humildad, el valor de descansar. Pienso, por lo tanto, que la pasión por el Señor, el amor al Señor, nos muestra las prioridades, las elecciones; nos ayuda a encontrar el camino. El Señor nos ayudará. ¡Gracias a todos vosotros!
África: Santidad, soy Mathias Agnero y vengo de África, precisamente de Costa de Marfil. Sois un papa teólogo, mientras que nosotros, en el mejor de los casos, a malas penas leemos algún libro de teología para nuestra formación. Creemos, sin embargo, que se ha producido una fractura entre teología y doctrina y, aún más, entre teología y espiritualidad. Se siente la necesidad de que el estudio no sea todo él académico, sino que alimente también nuestra espiritualidad. Sentimos esa necesidad en nuestro propio ministerio pastoral. A veces parece que la teología no está centrada en Dios y en Jesucristo como primer «lugar teológico», sino que obedece a gustos y tendencias difusos; y la consecuencia es la proliferación de opiniones subjetivas que permiten la introducción, también en la Iglesia, de un pensamiento no católico. ¿Cómo no desorientarnos en nuestra vida y en nuestro ministerio cuando es el mundo el que juzga la fe, y no viceversa? ¡Nos sentimos «descentrados»!
Papa: Gracias. Usted plantea un problema muy difícil y doloroso. Existe realmente una teología que quiere por encima de todo ser académica, parecer científica, y olvida la realidad vital, la presencia de Dios, su presencia entre nosotros, su hablar hoy y no sólo en el pasado. Ya San Buenaventura distinguió dos formas de teología en su tiempo; dijo: «Hay una teología que procede de la arrogancia de la razón, que quiere dominarlo todo, que hace pasar a Dios de sujeto a objeto que nosotros estudiamos, mientras que debería ser sujeto que nos habla y nos guía». Se da realmente este abuso de la teología que es arrogancia de la razón y no alimenta la fe, sino que ensombrece la presencia de Dios en el mundo. Pero hay también una teología que quiere conocer más por amor del Amado, que está impulsada por el amor y guiada por el amor, que quiere conocer más al Amado. Y ésta es la verdadera teología, que procede del amor de Dios, de Cristo, y quiere entrar más profundamente en comunión con Cristo. En realidad, las tentaciones, hoy en día, son grandes; se impone, sobre todo, lo que se denomina «visión moderna del mundo» (Bultmann, «modernes Weltbild»), que se convierte en criterio de lo que sería posible o imposible. Y así, con este mismo criterio de que todo es como siempre, de que todos los acontecimientos históricos son de la misma naturaleza, se excluye precisamente la novedad del Evangelio, se excluye la irrupción de Dios, la novedad verdadera que es la alegría de nuestra fe. ¿Qué hacer? Ante todo, les diría a los teólogos: sed valientes. Y quisiera manifestar mi gran gratitud también a los muchos teólogos que trabajan bien. Existen abusos, lo sabemos, pero en todas las regiones del mundo hay muchos teólogos que viven realmente de la Palabra de Dios, que se alimentan de la meditación, que viven la fe de la Iglesia y quieren ayudar para que la fe esté presente en nuestro mundo actual. A estos teólogos quisiera manifestarles mi gran agradecimiento. Y diría a los teólogos en general: «¡No temáis a este fantasma de la cientificidad!». Yo sigo la teología desde 1946; empecé a estudiar teología desde 1946, por lo que he conocido casi a tres generaciones de teólogos, y puedo decir que las hipótesis que en aquella época y después en los años sesenta y ochenta eran las más novedosas, absolutamente científicas, absolutamente casi dogmáticas, desde entonces han envejecido y no valen ya. Muchas de ellas se antojan casi ridículas. Por lo tanto, hay que tener el valor de resistirse a la cientificidad aparente, de no someterse a todas las hipótesis del momento, sino pensar partiendo realmente de la gran fe de la Iglesia, que está presente en todos los tiempos y nos abre el acceso a la verdad. Sobre todo, además, no pensar que la razón positivista, que excluye lo trascendente –que no puede ser accesible– sea la razón auténtica. Esta razón débil, que presenta sólo las cosas susceptibles de experimentación, es realmente una razón insuficiente. Nosotros los teólogos hemos de utilizar la razón grande, que está abierta a la grandeza de Dios. Debemos tener el valor de ir más allá del positivismo, a la cuestión de las raíces del ser. Esto me parece muy importante. Por lo tanto, hay que tener el valor de la razón grande y amplia; tener la humildad de no someterse a todas las hipótesis del momento; vivir de la gran fe de la Iglesia de todos los tiempos. No hay mayoría contra la mayoría de los santos: ¡la verdadera mayoría la constituyen los santos en la Iglesia, y conforme a los santos debemos orientarnos! Después, a los seminaristas y a los sacerdotes les digo lo mismo: pensad que la Sagrada Escritura no es un libro aislado, sino que está vivo en la comunidad viva de la Iglesia, que es el mismo sujeto en todos los siglos y garantiza la presencia de la Palabra de Dios. El Señor nos ha dado a la Iglesia como sujeto vivo, con la estructura de los obispos en comunión con el Papa, y esta gran realidad de los obispos del mundo en comunión con el Papa nos garantiza el testimonio de la verdad permanente. Confiamos en este magisterio permanente de la comunión de los obispos con el Papa, que nos representa la presencia de la Palabra. Y además confiamos también en la vida de la Iglesia y, sobre todo, debemos ser críticos. Ciertamente la formación teológica –quisiera decirles esto a los seminaristas– es muy importante. En este tiempo nuestro debemos conocer bien la Sagrada Escritura, precisamente también contra los ataques de las sectas; debemos ser realmente amigos de la Palabra. Debemos conocer también las corrientes de nuestro tiempo para poder responder razonablemente, para poder dar –como dice San Pedro– «razón de nuestra fe». La formación es muy importante. Pero también debemos ser críticos: el criterio de la fe es el criterio con el que examinar también a los teólogos y las teologías. El papa Juan Pablo II nos dio un criterio absolutamente seguro en el Catecismo de la Iglesia Católica: en él vemos la síntesis de nuestra fe, y este catecismo es realmente el criterio para ver adónde va una teología aceptable o inaceptable. Por lo tanto, recomiendo la lectura, el estudio de este texto, y así podremos proseguir con una teología crítica en sentido positivo, es decir crítica con las tendencias de la moda y abierta a las novedades verdaderas, a la profundidad inagotable de la Palabra de Dios, que se revela como nueva en todos los tiempos, incluso en el nuestro.
Europa: Padre Santo, soy el sacerdote Karol Miklosko; vengo de Europa, concretamente de Eslovaquia, y soy misionero en Rusia. Cuando celebro la Santa Misa me encuentro a mí mismo y comprendo que ahí hallo mi identidad y la raíz y energía de mi ministerio. El sacrificio de la cruz me revela al Buen Pastor que todo lo da por su rebaño, por cada una de sus ovejas, y cuando digo: «Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada» en sacrificio por vosotros, entonces comprendo la belleza del celibato y de la obediencia que prometí libremente en el momento de mi ordenación. Aun con las naturales dificultades, el celibato me parece algo obvio cuando contemplo a Cristo, pero me quedo aturdido al leer tantas críticas mundanales contra este don. Os pido humildemente, Padre Santo, que nos iluminéis sobre la profundidad y el sentido auténtico del celibato eclesiástico.
Papa: Gracias por las dos partes de su pregunta: la primera, en la que muestra el fundamento permanente y vital de nuestro celibato; la segunda, que muestra todas las dificultades en las que nos encontramos en nuestro tiempo. Importa la primera parte, es decir que el centro de nuestra vida debe ser realmente la celebración de la Santa Eucaristía; y aquí resultan capitales las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo, éste es mi Sangre», es decir que hablamos «in persona Christi». Cristo nos permite usar su «yo», hablamos en el «yo» de Cristo, Cristo nos atrae hacia sí y nos permite que nos unamos, nos une a su «yo». Y así, mediante esta acción, este atraernos hacia sí, de forma que nuestro «yo» queda unido al suyo, realiza la permanencia, la unicidad de su sacerdocio; así él es realmente siempre el único Sacerdote, y sin embargo está muy presente en el mundo, porque nos atrae hacia sí y así hace presente su misión sacerdotal. Esto significa que somos atraídos hacia el Dios de Cristo: esta unión con su «yo» es la que se realiza mediante las palabras de la consagración. También en el «yo te absuelvo» –porque ninguno de nosotros podría absolver de los pecados– es el «yo» de Cristo, de Dios, el único que puede absolver. Esta unificación de su «yo» con el nuestro implica que nos veamos «atraídos» también hacia su realidad de resucitado, que avancemos hacia la vida plena de la Resurrección, de la que Jesús habla a los saduceos en Mateo, capítulo 22: es una vida «nueva» en la que nos encontramos ya más allá del matrimonio (cf. Mt 22, 23-32). Importa que nos dejemos siempre penetrar una y otra vez por esta identificación del «yo» de Cristo con nosotros, por este vernos «atraídos hacia fuera», hacia el mundo de la Resurrección. En este sentido, el celibato es una anticipación. Trascendemos este tiempo y seguimos adelante, y así «nos atraemos» a nosotros mismos y «atraemos» nuestro tiempo hacia el mundo de la Resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la nueva y verdadera vida. Por lo tanto, el celibato es una anticipación hecha posible por la gracia del Señor, que nos atrae hacia sí, hacia el mundo de la Resurrección; que nos invita siempre, una y otra vez, a trascendernos a nosotros mismos, a trascender este presente, en pos del verdadero presente del futuro, que se convierte en presente hoy. Y tocamos aquí un punto muy importante. Un gran problema de la cristiandad del mundo actual es que no se piensa ya en el futuro de Dios: parece bastar sólo el presente de este mundo. Queremos tener sólo este mundo, vivir sólo en este mundo. Así cerramos las puertas a la verdadera grandeza de nuestra existencia. El sentido del celibato como anticipación del futuro es precisamente abrir esas puertas, hacer más grande el mundo, mostrar la realidad del mundo que hemos de vivir ya como presente. Vivir, pues, así un testimonio de la fe: creemos realmente que Dios existe, que Dios tiene que ver con mi vida, que puedo basar mi vida en Cristo, en la vida futura. Y conocemos también las críticas mundanales de las que usted ha hablado. Es verdad que para el mundo agnóstico, el mundo en el que no hay lugar para Dios, el celibato es un gran escándalo, porque muestra precisamente que Dios es considerado y vivido como realidad. Mediante la vida escatológica del celibato, el mundo futuro de Dios entra en las realidades de nuestro tiempo ¡Y esto tendría que desaparecer! En cierto sentido, puede sorprender esta crítica permanente contra el celibato, en una época en la que cada vez se estila más no casarse. Pero este no casarse es algo total y fundamentalmente distinto del celibato, ya que el no casarse se basa en la voluntad de vivir sólo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en todo momento en plena autonomía, de decidir en cada momento cómo hacer, qué tomar de la vida; y es, por lo tanto, un «no» al vínculo, un «no» a lo definitivo, un poseer la vida sólo para uno mismo; mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un «sí» definitivo, es un dejar que Dios le lleve a uno en sus manos, un entregarse en manos del Señor, a su «yo», y es, por consiguiente, un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisamente lo contrario de ese «no», de esa autonomía que no quiere obligarse, que no quiere vincularse; es precisamente el «sí» definitivo que supone, que confirma el «sí» definitivo del matrimonio. Y este matrimonio es la forma bíblica, la forma natural de ser hombre y mujer, fundamento de la gran cultura cristiana, de grandes culturas del mundo. Y si esto desaparece, quedará destruida la raíz de nuestra cultura. Por eso el celibato confirma el «sí» del matrimonio con su «sí» al mundo futuro, y así queremos seguir adelante y hacer presente este escándalo de una fe que pone toda su existencia en Dios. Sabemos que, además de este gran escándalo, que el mundo no quiere ver, existen también los escándalos secundarios de nuestras insuficiencias, de nuestros pecados, que ensombrecen el auténtico escándalo y hacen que se piense: «¡Pero si no viven realmente basados en Dios!». ¡Pero hay tanta fidelidad! El celibato –precisamente las críticas lo demuestran– es un gran signo de la fe, de la presencia de Dios en el mundo. Oremos al Señor para que nos ayude a liberarnos de los escándalos secundarios, para que haga presente el gran escándalo de nuestra fe: ¡la confianza, la fuerza de nuestra vida, que se basa en Dios y en Cristo Jesús!
Asia: Santo Padre, soy el sacerdote Atsushi Yamashita, y vengo de Asia, precisamente del Japón. El modelo sacerdotal que Vuestra Santidad nos ha propuesto durante este año, el Cura de Ars, tiene en el centro de su existencia y de su ministerio la Eucaristía, la Penitencia sacramental y personal y el amor al culto dignamente celebrado. Llevo en los ojos los signos de la austera pobreza de San Juan María Vianney y al mismo tiempo los de su pasión por las cosas valiosas para el culto. ¿Cómo vivir estas dimensiones fundamentales de nuestra existencia sacerdotal sin caer en el clericalismo o en una ajenidad respecto a la realidad, que el mundo de hoy no nos permite?
Papa: Gracias. Por lo tanto la pregunta es cómo vivir la centralidad de la Eucaristía sin perdernos en una vida puramente cultual, ajenos a la vida diaria de las demás personas. Es sabido que el clericalismo es una tentación de los sacerdotes en todos los siglos, y hoy también; tanto más importante es hallar la manera auténtica de vivir la Eucaristía, que no estriba en cerrarse al mundo, sino precisamente en abrirse a las necesidades del mundo. Debemos tener presente que en la Eucaristía se realiza el gran drama de Dios que sale de sí mismo, que abandona –como dice la Carta a los Filipenses– su propia gloria, sale y desciende hasta ser uno de nosotros y desciende hasta la muerte en la cruz (cf. Flp 2): la aventura del amor de Dios, que se deja, se abandona a sí mismo para estar con nosotros. Y esto se hace presente en la Eucaristía; el gran acto, la gran aventura del amor de Dios es la humildad de Dios que se entrega a nosotros. En este sentido, la Eucaristía ha de considerarse como la entrada en este camino de Dios. Dice San Agustín en su De Civitate Dei, libro X: «Hoc est sacrificium christianorum: multi unum corpus in Christo», es decir: «Sacrificio de los cristianos es estar unidos por el amor de Cristo en la unidad del único Cuerpo de Cristo». El sacrificio consiste precisamente en salir de nosotros mismos, en dejarnos atraer hacia la comunión del único pan, del único Cuerpo, y entrar así en la gran aventura del amor de Dios. Así debemos celebrar, vivir, meditar siempre la Eucaristía, como esta escuela de la liberación de mi «yo»: entrar en el único pan, que es pan de todos, que nos une en el único Cuerpo de Cristo. Por eso la Eucaristía es, en sí misma, un acto de amor que nos obliga a esta realidad del amor a los demás: que el sacrificio de Cristo es la comunión de todos en su Cuerpo. Por lo tanto, de esta manera debemos aprender la Eucaristía, que es precisamente lo contrario del clericalismo, del cerrarse en uno mismo. Pensemos también en la Madre Teresa, verdaderamente el gran ejemplo de este siglo, en este tiempo, de un amor que se deja a sí mismo, que deja todo tipo de clericalismo, de ajenidad respecto al mundo; que se dirige a los más marginados, a los más pobres, a las personas próximas a morir, y se entrega totalmente al amor por los pobres, por los marginados. Pero la Madre Teresa nos ha dado este ejemplo: la comunidad que sigue sus huellas suponía siempre como primera condición de una fundación suya la presencia de un sagrario. Sin la presencia del amor de Dios que se entrega no habría sido posible realizar este apostolado, no habría sido posible vivir en este abandono de uno mismo; sólo insertándose en este abandono de sí en Dios, en esta aventura de Dios, en esta humildad de Dios, podían y pueden realizar hoy este gran acto de amor, esta apertura a todos. En este sentido, diría: vivir la Eucaristía en su sentido original, en su profundidad verdadera, es una escuela de vida, es la protección más segura contra toda tentación de clericalismo.
Oceanía: Beatísimo Padre, soy el sacerdote Anthony Denton y vengo de Oceanía, de Australia. Esta noche estamos aquí muchísimos sacerdotes. Sabemos, sin embargo, que nuestros seminarios no están llenos y que, en el futuro, en varias zonas del mundo, nos espera un descenso, incluso brusco. ¿Qué hacer que sea realmente eficaz para las vocaciones? ¿Cómo proponer nuestra vida, en lo grande y hermoso que ésta tiene, a un joven de nuestro tiempo?
Papa: Gracias. Realmente, usted plantea otro problema grande y doloroso de nuestro tiempo: la falta de vocaciones, por causa de la cual hay Iglesias locales que corren peligro de agotarse porque les falta la Palabra de vida, les falta la presencia del sacramento de la Eucaristía y de los demás sacramentos. ¿Qué hacer? La tentación es grande: tomar nosotros mismos las riendas de la cuestión, transformando el sacerdocio –el sacramento de Cristo, el ser escogido por él– en una profesión normal, en un empleo que tiene sus horas, y por lo demás pertenecerse sólo a sí mismo, haciendo así de él como cualquier otra vocación: hacerlo accesible y fácil. Pero se trata de una vocación que no resuelve el problema. Me hace pensar en la historia de Saúl, el rey de Israel, que antes de la batalla contra los filisteos aguarda a Samuel para el necesario sacrificio a Dios. Y cuando Samuel, en el momento esperado, no acude, él mismo realiza el sacrificio, aun sin ser sacerdote (cf. 1 S 13); piensa que así resolverá el problema, lo que naturalmente no resuelve, pues si toma en sus manos lo que no puede hacer, se hace él mismo Dios, o casi, y no puede esperar que las cosas vayan realmente a la manera de Dios. Así, nosotros también, si nos limitáramos a ejercer una profesión como los demás, renunciando a la sacralidad, a la novedad, a la diversidad del sacramento que sólo Dios da, que sólo puede proceder de su vocación, y no de nuestro «hacer», no resolveríamos nada. Tanto más debemos –como nos invita el Señor a hacer– rezarle a Dios, llamar a su puerta, al corazón de Dios, para que nos dé vocaciones; rezar con gran insistencia, con gran determinación, incluso con gran convicción, pues Dios no rehúsa una oración insistente, permanente, confiada, aunque deje hacer, esperar, como a Saúl, más allá de los tiempos que nosotros hemos previsto. Éste creo que es el primer punto: animar a los fieles a tener esta humildad, esta confianza, este valor de rezar con insistencia por las vocaciones, de llamar al corazón de Dios para que nos dé sacerdotes. Además de esto diría tal vez tres puntos. El primero: cada uno de nosotros debería hacer lo posible por vivir su propio sacerdocio de manera que resulte convincente, de manera que los jóvenes puedan decir que ésa es una verdadera vocación, que así se puede vivir, que así se hace algo esencial para el mundo. Pienso que ninguno de nosotros se habría hecho sacerdote si no hubiera conocido a sacerdotes convincentes en los que ardía el fuego del amor de Cristo. Éste es, pues, el primer punto: tratemos de ser nosotros mismos sacerdotes convincentes. El segundo punto es que debemos invitar, como ya he dicho, a la iniciativa de la oración, a tener esta humildad, esta confianza de hablar con Dios con energía, con decisión. El tercer punto: tener el valor de hablar con los jóvenes si pueden pensar que Dios los llama, porque a menudo una palabra humana es necesaria para abrir a la escucha de la vocación divina; hablar con los jóvenes y sobre todo ayudarles a encontrar un contexto vital en el que puedan vivir. Tal y como está hoy el mundo, parece casi excluirse la maduración de una vocación sacerdotal; los jóvenes necesitan ambientes en los que se viva la fe, en los que se muestre la belleza de la fe, en los que se muestre que se trata de un modelo de vida, «el» modelo de vida, y por lo tanto ayudarles a encontrar movimientos, o la parroquia –la comunidad en la parroquia– u otros contextos en los que se vean realmente rodeados de fe, de amor de Dios, y puedan abrirse, por consiguiente, para que la vocación de Dios llegue y les ayude. Por otro lado, demos gracias al Señor por todos los seminaristas de nuestro tiempo, por los jóvenes sacerdotes, y oremos. ¡El Señor nos ayudará! ¡Gracias a todos vosotros!