Jº Antonio Bielsa Arbiol: "Existe un genuino cine católico español, en tanto católico y en cuanto español"
Javier Navascués Pérez. José Antonio Bielsa Arbiol es historiador del arte y estudioso del cine español. Articulista y escritor, es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Zaragoza y Graduado en Filosofía.
Es un gran entusiasta del cine católico español, tema que ha estudiado a fondo. La obra evangelizadora de España, labor ingente de siglos, debía perpetuarse de algún modo en el Séptimo Arte, dejando en el siglo XX una impronta muy especial. En esta entrevista nos hace un resumen de sus principales características y obras más representativas.
¿Existe un genuino cine "católico" español?
Indudablemente sí. La originalidad en todos los órdenes de España, originalidad que nos singulariza a los ojos del mundo, no podía pasar desapercibida en una industria tan exclusiva como la cinematográfica. Esto es así, le guste a quien le guste o le disguste a quien le disguste. La obra evangelizadora de España, labor ingente de siglos, debía perpetuarse de algún modo, alcanzando el siglo XX y dejando su muy real impronta en el Séptimo Arte. ¡Y vaya si lo hizo! Los historiadores descreídos y los sociólogos maliciosos no dudarán en ridiculizar esta afirmación mía, amparándose en un formidable aparato de estudios y referencias creados a tal efecto. Pero la realidad es prístina: existe un genuino cine católico español, en tanto católico y en cuanto español: las películas están ahí para demostrarlo, y son escuela. Basta acercarse a ellas, visionarlas, disfrutarlas.
Un matiz, ¿qué diferenciaría meramente nuestro cine católico del cine religioso en general?
Su ortodoxia, sin concesiones ni reblandecimientos peregrinos, manifestada a través de un discurso sólido y consecuente, en abierta comunicación entre productora cinematográfica e Iglesia Católica, como bien queda plasmado en los títulos de crédito de muchas de estas películas, y es que el visto bueno de la Iglesia era garantía de éxito no sólo doctrinal sino comercial. Este cine, lejos de ser producto de vulgarización para consumo de masas indiscriminadas, era pieza apologética sólidamente engastada en los principios perennes de la doctrina católica. Al igual que los viejos libros de otrora, estas películas gozaban de la censura eclesiástica de rigor (equivalente del Nihil obstat y el sucesivo Imprímase de los libros), y es que las películas del cinema católico español llegaban a un público mucho más amplio que el de los lectores de libros, y por tanto debían pasar por filtros similares, amén de asesoría y colaboraciones diversas, del arco que va de un escritor religioso a un obispo. Todo por la edificación de la recta doctrina entre el gran público, que no era masa a adoctrinar en unas u otras consignas, sino digno pueblo de educandos. ¡Por algo decía Menéndez Pelayo que España era nación de teólogos! Nuestro Calderón de la Barca del cine español del siglo XX bien pudiera ser don Rafael Gil.
¿Qué exclusivismos ofrece nuestro cinema religioso nacional con respecto al de otras cinematografías?
Ante todo y sobre todo su componente didáctico y moralizador, sin miedo al subrayado ni a lo panfletario. Es el logro que supone haber bajado el púlpito a la sala de cine, sin trivializar ni menoscabar la recta doctrina, y muy especialmente la cuestión moral católica, del ámbito que va de la moral en general a los preceptos de la Iglesia, pasando por supuesto por los deberes del Decálogo. Se puede afirmar con rotundidad que nuestro cine católico cumplía una doble misión de incalculables buenos frutos para la sociedad: si por un lado entretenía al público dignamente y procuraba elevar la conciencia hacia el buen obrar en Cristo, por el otro ilustraba a ese mismo público sobre la realidad del pecado y sus consecuencias. Dígame, ¿se hace algo parecido desde la pantalla cinematográfica en nuestros días?
¿A qué causas se debe el actual descrédito y desinterés hacia este tipo de filmes, invisibilizados de cara al público e incluso denostados en su mayor parte por la crítica dominante?
Como usted bien ha dicho, buena parte del descrédito de este género se debe a las absurdas y maliciosas campañas de desprestigio que se han ido vertiendo sobre el cine del franquismo en general, máxime si éste era católico-apologético. ¡Craso error! Por lo general, durante el franquismo se hizo en España un cine de muy alta calidad artística, con independencia de las individualidades, más o menos acusadas, de sus artífices. Por otra parte, y dejando a un lado la divergencia de criterios formales o meramente narrativos, aquellos tiempos eran propicios para hacer un “buen” cine, de la misma manera que en nuestros días sucede todo lo contrario. ¿En qué me fundo para afirmar esto? Pues simplemente en lo más esencial y decisivo: el respeto a una concepción de la puesta en escena estable y coherente, significativa en su discurso, es decir inteligible más allá del montaje, y por ende todavía no perturbada por los futuros seudolenguajes que terminarían por arruinar el cinema en la tierra de nadie de los seudolenguajes televisivos, del videoclip o del spot publicitario hoy imperantes. Los años 50 fueron gloriosos, cierto, pero no sólo para el cine español en particular, sino para el grueso de las cinematografías del globo. Su descrédito actual sólo debería entenderse, primero, en tanto “cine español del franquismo” y, para postre, “católico”.
¿Podemos hablar de una "edad de oro" del cine católico español?
Con razón, y más que de edad, cabría hablar de década, la de los 50 concretamente, si bien podemos ser más precisos y afirmar categóricos que dicha “década de oro” arrancaría el año de 1950 con el estreno de Balarrasa (José Antonio Nieves Conde), filme que supone antes que nada el puente entre el cine de ámbito militar propio de la década de 1940 y el cine religioso de los cincuenta. La película cuenta la vida de un militar convertido a la fe y ordenado sacerdote, quien terminará sus días muriendo como misionero en Alaska. Por todo ello Balarrasa deviene símbolo y ejemplo paradigmático de que el cine español en los 50 dejaba a un lado las armas y los uniformes militares y se ponía la sotana. Dicha “década de oro” concluirá hacia 1963, año que no tan casualmente coincide con la decadencia de la Fervorosa Hermandad de la Cinematografía, una suerte de cofradía del cine muy pujante entonces.
A su juicio, ¿qué cineastas fueron los más decisivos artífices en la configuración caligráfica de nuestro cine católico?
La nómina de cineastas es copiosa y variopinta, si bien sí me gustaría distinguir las aportaciones de personalidades tan notorias como Rafael Gil, Ignacio F. Iquino, Luis Lucía, José Antonio Nieves Conde, Juan de Orduña, Arturo Ruiz Castillo, José Luis Sáenz de Heredia o Ladislao Vajda. Y aunque la aportación de algunos de ellos cuantitativamente resultó escasa, cualitativamente fue inmensa.
¿Y qué películas las más prominentes de dicho canon?
Deje que le enumere al menos una decena, en orden de aparición cronológica: la germinal Balarrasa, La señora de Fátima (Rafael Gil, 1951), Día tras día (Antonio del Amo, 1951), El Judas (Ignacio F. Iquino, 1952), La guerra de Dios (Rafael Gil, 1953), Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954), El beso de Judas (Rafael Gil, 1954), La herida luminosa (Tulio Demichelli, 1956), Molokai (Luis Lucía, 1959) y Fray Escoba (Ramón Torrado, 1961). A esta nómina me gustaría añadir algunos títulos notables de la década de 1940, tales como así fueron Forja de almas (Eusebio Fernández Ardavín, 1943), Misión blanca (Juan de Orduña, 1946), La mies es mucha (José Luis Sáenz de Heredia, 1948) o La manigua sin Dios (Arturo Ruiz Castillo, 1948), que anunciaban vigorosamente lo que estaba por venir. Y tampoco me gustaría dejar de mencionar tres piezas singulares, dos de ellas heterodoxas en algún aspecto, pero en su núcleo más profundo católicas, como son Cielo negro (Manuel Mur Oti, 1951), Los jueves milagro (Luis García Berlanga, 1957) y Viridiana (Luis Buñuel, 1961).
¿Qué valoración estética podría hacer de estas películas en su conjunto?
Pese al desdén de cierta moderna historiografía y el desprecio de no pocos historiadores del cine, estas películas, entre pasaderas las más endebles y sobresalientes las más significadas, ofrecen en su conjunto una calidad notable alta. Valoración de lo externo, es decir de todos y cada uno de los elementos técnico-artísticos constituyentes de los filmes, cohesionados en lo interno mismo, la puesta en escena, es decir el lenguaje profundo de cada obra en cuanto tal. Pensemos en el todoterreno Iquino, un cineasta bastante desprestigiado por su tendencia en ocasiones oportunista a trabajar los géneros del momento: pues bien, Iquino, con independencia de sus altibajos, se nos antoja un creador estético muy considerable, y a menudo muy inspirado. Sus dos filmes católicos más característicos, El Judas y La pecadora (1956), ratifican una concepción plástica muy diestra y asumida dentro del naturalismo, un cuidado en la iluminación, la composición y los movimientos de cámara que, en cualquier caso, subliman unos guiones perfectos. Paradigma de una concepción plástica más ambiciosa, entre expresionista y simbolista, sería la trabajada por Vajda en la capital Marcelino pan y vino, un trabajo sobrecogedor que nunca dejará de impresionar a los nuevos espectadores.
¿Pueden parangonarse nuestros mejores filmes católicos con las grandes obras maestras del cine religioso europeo?
Por supuesto, siempre y cuando estos filmes sean tratados en su debido contexto industrial y estético. Sería un esnobismo mezquino por nuestra parte subordinar cineastas como Rafael Gil o Ladislao Vajda a, digamos, un Robert Bresson en Francia o un Ingmar Bergman en Suecia. Ciertamente, la genialidad de estos primerísimos maestros europeos reside en el personalismo de su concepción del hecho fílmico, en el despliegue de una puesta en escena formidable e inconfundible, mas no tanto en el enfoque del tema y las perspectivas planteadas a la hora de abordarlo. Luego estaría la típica pregunta, tal vez pertinente en este medio, del tipo de ¿qué película es mejor en términos no absolutos (cinematográficos) sino católicos (doctrinales), el Diario de un cura rural del “autor” Bresson o La guerra de Dios del “artesano” Gil? Hacer comparaciones de este tipo es sintomático de prejuicios, en los que la película española saldría sin duda perjudicada. Son dos excelentes filmes, con independencia de sus particularidades y señas de identidad; dos obras insustituibles.
¿Considera exportable este tipo de filmes allende nuestras fronteras?
Desde luego, siempre y cuando se liquiden los prejuicios que, como de costumbre, estigmatizan “lo (más) español”. Por suerte o por desgracia, los españoles no hemos sido, de ordinario, muy buenos promotores de nuestro cine. Y aunque es bien cierto que cosechamos algunos éxitos internacionales en festivales propios como San Sebastián y europeos como Berlín, Cannes o Venecia, la tónica general no era ésa. Bastará tener presente que, a diferencia de Italia o Francia, no recibimos un Óscar al mejor filme de habla no inglesa hasta 1983, nominaciones al margen.
¿Cuándo y por qué comenzó a declinar la producción de nuestro cine católico?
Signo de los tiempos, la producción del cine católico español comenzó a decaer con el aggiornamento de la Iglesia Católica. La libertad de culto propugnada tras la revolución vaticana deslegitimó el régimen nacional-católico de Franco, del cual era fiel testimonio este cine católico. En poco más de una década, el filón por así decir se había agotado. Y los presupuestos no supieron renovarse con la debida pericia. Como botón de muestra, basta comparar un filme crepuscular como el mediocre Bienvenido, padre Murray (Ramón Torrado, 1963) con el soberbio Balarrasa de Nieves Conde. En poco más de una década, la erosión ha sido manifiesta: el Misterio ha sido banalizado, dejando paso al kitsch pequeñoburgués; con razón algunos críticos hablaron de “cine de estampita”, calificativo que por lo demás fue aplicado injustamente a películas muy granadas.
¿A qué se debe el actual desinterés por las nuevas generaciones hacia este género?
La “sensibilidad”, llamémosla así, de nuestro tiempo, repele abiertamente este tipo de filmes, porque suponen una explícita lección de moral y valores cristianos en una época de apostasía totalmente ayuna de ellos.
En los últimos años hemos asistido a un tímido revival del cine católico con la aparición de algunas entregas de interés. ¿Es un hecho aislado o vaticina un verdadero resurgir del cine católico en general?
Es un hecho aislado, un espejismo a todas luces poco estimulante. No ya tanto por la mediocre entidad cinematográfica de unos productos hijos de esta época de disolución, como por la dudosa ortodoxia de unas películas “católicas” sólo en apariencia; en cuanto excepción, quizá la más clamorosa refutación de este espejismo sea La Pasión de Cristo, de Mel Gibson.
¿Cómo invitaría a las nuevas generaciones y al público desconocedor en general a descubrir este tesoro oculto que es nuestro cine católico?
Lo primero, les animaría a mirar a lo alto, a desprenderse de los clichés más burdos del cine de consumo de nuestros días. Esta orientación, inequívocamente, presupondría un cambio de mentalidad que llevaría, en un supuesto ideal, cierto tiempo en fraguarse. Luego, invitaría a la gente a degustar estos viejos filmes con el debido discernimiento, sin prisas, con mucha calma. No hace falta que sean cinéfilos, sino meros espectadores con algo de sensibilidad, aunque eso no abunde. Como los buenos vinos, el genuino cine católico español ha necesitado de tiempo, y tiempo al tiempo, ya es hora de degustarlo, revisarlo, admirarlo.