Jesús niño. Jesús y los niños
Blas Piñar López. El libro de Benedicto VXI “La Infancia de Jesús”, que en su edición española ha publicado el pasado mes de diciembre la editorial Planeta, es apasionante desde el punto de vista teológico; y digo apasionante por varias razones, y entre ellas, porque de la infancia de Jesús, a partir de los doce años, no nos indican nada los evangelistas, aunque si hablen de ellos los evangelios apócrifos, reproduciendo literalmente o casi literalmente, algunos de los textos revelados, sobreabundando en historias novelescas, pintorescas e increíbles.
También es apasionante porque cuanto nos dice Benedicto XVI, como teólogo, en el libro mencionado, pone de manifiesto la “intensa vinculación de la Cristología con la Mariología, y, por ello si ambas deben tratarse por separado, o si en realidad la Mariología ha de ser un capítulo trascendente de la Cristología. Así lo da a entender la Constitución “Lumen Gentium”, del Concilio Vaticano II, que se ocupa de la Virgen María en su capítulo VIII.
Con independencia de adherirse a una u otra opinión, lo que sí está claro es que, desde una postura ecumenista hay que exponer con la máxima exactitud el papel que María desempeña en la historia de la salvación, contemplando, a la vez, a Jesús como Hijo de Dios y como hijo del hombre.
Este trabajo quiere cumplir, aunque solo sea parcialmente, reflexionado sobre esa doctrina verdadera, en tres épocas a saber: concepción y nacimiento de Jesús, su niñez, y su relación con los niños durante su vida pública.
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Es evidente que el hombre que nace después del pecado original, nace porque ha sido concebido por una mujer que “ha conocido (en lenguaje bíblico) varón”. Solo hay un caso excepcional y “sui géneris”, el de María, que concibió a Jesús por obra y gracia del Espíritu. La naturaleza humana de Jesús, personificada en el Hijo de Dios, procede solo de su madre. Jesús nació en Belén pero fue concebido en Nazaret. En Él su naturaleza humana tiene origen en el instante mismo de la concepción, y ello obliga a reflexionar sobre Jesús como “nasciturus”, antes de su nacimiento. El niño Jesús supone un Jesús en gestación en el seno materno.
Pues bien, un tema tan apasionante como éste, exige emplear un vocabulario que facilite su comprensión, lo que es especialmente difícil, porque el lenguaje divino, en muchas ocasiones, no tiene exacta traducción humana, y a veces se utilizan palabras que son portadoras de ideas distintas. En la medida en que me es posible haré previamente algunas aclaraciones.
Con la palabra hombre, nos referimos tanto al varón como al género humano, masculino y femenino. Del Hijo de Dios decimos que se hizo carne, cuando en realidad se hizo varón, en la vertiente masculina de dicho linaje, y el hombre (varón o mujer) más que carne es cuerpo, ya que en él no solo hay carne sino huesos, cartílagos y todo lo que encierra la envoltura corporal.
Por si fuera poco para quedarse perplejo, de la carne también se dice que es uno de los tres enemigos del alma, y que está en lucha permanente contra el espíritu, de lo que San Pablo da testimonio (Gal. 5, 15 y ss.), y nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica en su nº 2515.
El hombre, (varón o mujer) es además de cuerpo, alma, es decir espíritu, que no muere. Dios no solo modeló al ser humano con polvo de la tierra, como se modela un muñeco de cera o la figura en piedra de un personaje, sino que sopló en el cuerpo un soplo de vida e hizo del mismo un ser viviente, con sus tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad (Gen. 2,7).
La mencionada Constitución “Lumen Gentium” (nº 67) denuncia, por equivocadas, dos posiciones con respecto a María. A una la denomina de “falsa exageración” y a otra de “excesiva mezquindad”. Aquella la puede representar Leonardo Boff, que en su libro “El rostro moderno de Dios. Ensayo interdisciplinar sobre lo femenino y sus formas religiosas” llega a sostener que María está unida hipostáticamente al Espíritu Santo ¿Es posible, se pregunta Eloy Bueno de la Fuente “atribuir al Espíritu Santo una relación propia con María de modo equiparable a la relación del Hijo/Logos con Jesús”? (Ephemerides Mariologicae. Octubre-Diciembre 2012, pag. 408).
Es evidente que no y que con este no se ha pronunciado siempre el Magisterio eclesiástico, aun cuando algún teólogo protestante haya sostenido que para los católicos esta postura maximalista haya convertido en cuaternidad la Trinidad personal de Dios.
Claro es que también es equivocada la postura de un sector de la teología protestante que con mezquindad viene a reducir el papel de María a algo puramente biológico, que la acerca a comportarse como una madre de alquiler.
La Iglesia, a María, no la ofrece el culto de latría, que se ofrece a Jesús, sino el de hiperdulía, que es superior al de dulía, propio de los santos.
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El papel de María en la historia de la salvación, la expone el texto conciliar al que venimos aludiendo, en sus nº 52 y 53, que dicen así:
“Dios envió a su Hijo, nacido de mujer… que descendió de los cielos y por obra del Espíritu Santo, se encarnó de la Virgen María”.
La Virgen María…. recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo.
Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo y unida a El con un vínculo estrecho e indisoluble está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo”.
Conviene, para entender mejor el papel de María, leer el nº 57 del texto conciliar: “la unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte”. Quiere decirse, por tanto, que esa unión comprende, aunque se prolongue, los nueve meses de la gestación.
Por eso, vamos a ocuparnos de Jesús desde la concepción hasta su nacimiento, de Jesús hasta los doce años y de Jesús y los niños.
I
Jesús niño, nacido de Mujer
Hay que fijarse con suma atención en estas palabras de San Pablo (Gal. 4,4), que aunque literalmente no dicen otra cosa, que lo que todos sabemos, a saber, que los humanos somos hijos de mujer, lo que manifiestan, es que Jesucristo fue concebido por María e integrada en la vertiente femenina del linaje de Adán y Eva. Esta concepción, -como ya hemos dicho- no fue la propia del género humano, sino que tuvo lugar por obra y gracia del Espíritu Santo, “dador de Vida””, que, sin perder la consubstancialidad, hizo posible que tampoco la perdiera, al encarnarse, el Hijo de Dios, al unir hipostáticamente a su Persona divina una naturaleza humana individualizada en el mismo momento de su concepción en el seno de María. Por eso Jesús pudo decir de sí mismo “Yo soy la Vida (Jn.14,6)
A María, para concebir al Hijo de Dios, la cubrió con su sombra el Espíritu Santo, y de cara a su pueblo, quiso que naciera “bajo la ley””, añade San Pablo, (Gal 4,4), es decir al amparo de su matrimonio con José, al que se conoce, aunque no suene bien la palabra, como padre putativo, es decir reputado y considerado como padre biológico de Jesús, y padre le llama incluso su esposa, al encontrarla en el templo (Lc. 3,48).
A este argumento pueden añadirse otros, ya que San Pablo, al decir que el “varón viene de la mujer”, de alguna manera concreta que Jesús, humanamente, era solo Hijo de María, pues el resto de la estirpe humana, después de Adan y Eva, es concebido al cumplirse el “duo in carne una” (Mt. 19, 5).
Por otra parte, cuando San Mateo nos muestra la genealogía de Jesús, a partir de Abrahán, hace una excepción singularísima, al expresarse así: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (1,6).
Por último, son bastantes los teólogos, comenta Benedicto XVI, que entienden que la traducción en plural, y refiriéndose a los hijos de Dios, de los versículos 12, 13 y 14 del Prólogo del Evangelio de San Juan no es la correcta; y que la correcta, que es la singular, (aludiendo a Jesucristo), debía ser ésta:
“Jesús no ha nacido de sangre, ni de deseo de la carne, ni de deseo de varón, sino que ha nacido de Dios y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
En resumen –y vuelvo a citar la Constitución “Lumen Gentium”- “la unión de la Madre con el Hijo se manifiesta desde el momento de la concepción virginal hasta la muerte de Jesús” (nº 57). A esta concepción dio María María el “Si”.
Jesús, por consiguiente, en cuanto se integra en el linaje humano como varón, proviene de María; se hizo carne en y de la mujer (estar y ser). Su carne, su humanidad procede de Ella, y de Ella se nutre desde que se hizo hombre, durante los nueve meses de gestación, que es lo que ahora y aquí quiero destacar, contemplando al Jesús Niño:
Jesús niño , hijo de María Inmaculada.-
La teología de las promesas, que es la del Antiguo Testamento, pasa a ser la teología de su cumplimiento en la concepción de María. María es una criatura necesitada de redención, pero elegida para que el Hijo de Dios se hiciera hombre, en, y de Ella, y con Ella arranca el proceso regenerador de la humanidad.
Ahora bien; los dos únicos seres humanos que hubo en el Paraíso eran Adan y Eva; por eso, su pecado personal fue también originante para la naturaleza humana, que desfiguró su imagen y semejanza de Dios, haciéndola perder la gracia y su armonía íntima. Por eso, se transmite por la concepción a sus descendientes. Con razón los alemanes llaman al pecado original “Erbsünde”, pecado hereditario.
De aquí que la tarea regeneradora, recreadora y redentora, tuviera que iniciarse sustituyendo al ser humano, varón y mujer, por un varón nuevo y una mujer nueva; por un varón que pudiera redimir y una mujer cuya naturaleza no heredara con ella el pecado de origen. Eran las dos vertientes de la naturaleza humana las que había que innovar.
El Redentor fue Jesucristo, verdadero hombre, pero también Dios verdadero. En ese hombre “habitó la plenitud de la divinidad” (Gal 2,9), y la redimida, por la anticipación de los méritos de Jesucristo, fue María, ya que se puede redimir sacando del fondo, o evitando la caída en el mismo.
María fue concebida sin pecado y puede hablarse de Ella como la Inmaculada. Su naturaleza humana, se unió a la persona divina del Hijo, no heredando la mancha del pecado original. Jesús en el seno materno no estuvo como una joya en su estuche, sino como un sarmiento unido a la vid.
Dios tomó polvo de la tierra, -repito- para modelar al hombre, y ese polvo lo cribaría para que fuese limpio. Pero no modeló su cuerpo como se modela con cera para un museo, sino que le dio un alma con su soplo de vida. Por eso, el ser humano es un ser viviente, como se lee en el Génesis (2,7). En la tarea regeneradora y recreadora de la humanidad tenía que ser inmaculada en su concepción. La diferencia consistió en que Eva procedía de Adán ( Gn. 2; 22 y 23) y ahora es Jesús, que siendo varón, procede de María “tota pulchra”.
Son preciosos los versos de San Juan de la Cruz, que dicen así hablando de la encarnación en y de María.
“En la cual la Trinidad
de carne al Verbo vestía
y quedó el verbo encarnado
en el vientre de María
y el que tenía solo Padre
ya también Madre tenía,
aunque no como cualquiera
que de varón concebía,
que de las entrañas de Ella
Él su carne recibía;
por lo cual Hijo de Dios
y del hombre se decía”
Jesús niño; Hijo de Mujer Virgen.-
A María hace referencia el texto sagrado: cuando Dios habla en el Paraíso a Adán y Eva, después del pecado (Gn. 3,14); cuando Jesús crucificado se dirige a su Madre (Lc 19,26); cuando la conversión del agua en vino (Jn. 2,4), y según algunos teólogos al hablarnos el Apocalipsis de “una mujer vestida de sol y la luna bajo sus píes” (12,1).
Esta Mujer que concibió “sin conocer varón”, sin perder su virginidad, la mantuvo intacta, al dar a luz en el establo de Belén, adonde ella y su esposo habían ido a empadronarse. Como el rayo de sol traspasa el cristal sin romperlo ni mancharlo, el nacimiento de Jesús no quebrantó el signo biológico de virginidad.
Es curioso cómo se da cuenta de esta parto en uno de los evangelios apócrifos, el armenio. Según el autor del mismo, José, en busca de una partera (comadrona) hebraica, se encuentra con Eva, y ésta le acompaña hasta el lugar del nacimiento. Allí se encontraba Salomé, a la que Eva dijo; “Te anuncio una feliz y buena nueva. En esta gruta, ha traído al mundo un hijo una virgen que no ha conocido en absoluto varón, (añadiendo) y tu María disponte, porque es preciso que Salomé te ponga a prueba y corrobore tu virginidad”. Salomé, partera profesional “extendiendo la mano quiso acercarla al vientre de María (cuando) súbitamente “una llama brotó de allí con intenso ardor, y le quemó la mano, que se curó al besar al niño”.
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Dejo a un lado la discusión de si María había hecho voto de virginidad antes de la Anunciación, o en el momento en que ésta tuvo lugar. Destaco, porque creo que es más importante, qué clase de virginidad es la de María, porque en Ella la virginidad no es la puramente somática o biológica, ni la voluntaria por razones antropocéntricas, ni siquiera la “propter regnum coelorum”, sino la que cuantitativa (“llena de gracia” (Lc. 1,28) y cualitativamente tuvo por su maternidad divina. Su fecundación fue transformante y virginizante, como fruto de la “gratia unionis”
La Virginidad de María fue una virginidad “propter Mater Dei”. Por eso, de alguna manera la virginidad “propter regnum coelorum” tiene su causa y raíz en la virginidad de la Señora (“Lumen gentium”, nº 63), “Virgen virginizante,”, “Virgo geminis” la llama Santo Tomás de Villanueva, “Maestra de la Virginidad”, según San Ambrosio, “Virgen de las Vírgenes”, y “Regina Virginorum”, conforme a la letanía lauretana.
La virginidad de María, no quebrantada por el parto, me recuerda como, cerradas las puertas del local dónde estaban reunidos los discípulos de Jesús, Este pasó sin abrirlas para demostrarles que había resucitado (Lc. 24, 39 y Jn. 20,26).
Jesús, niño de María corredentora.
¿Cómo es posible llamar a María corredentora? ¿No contradice, o al menos pone en duda esta calificación, el “consummatum est” de Cristo, en la cruz? ¿Faltaba algo a la redención y María completó esa carencia? ¿Se puede ser al mismo tiempo redimida y corredentora?
Entiendo que sí, y de igual modo que la redención de María fue por anticipación de los méritos de Jesús, la corredención de María no se contradice con el hecho de que la redención de la humanidad la hizo Jesús, el Verbo encarnado, que, por serlo, no requería ninguna aportación, que la complete. La corredención mariana no exige la muerte de María, ni al pie de la Cruz, a la vez que Cristo, o muriendo para completar la redención, más tarde. Lo que hay es una corredención compasiva, pero no conmoriente, que marianiza la redención, solo imputable a Cristo. Es así como se edulcora el agua que quita la sed o se aromatiza con un perfume la que mueve la rueda de molino.
Esta corredención compasiva equivale a una muerte mística, dimanada de la pasibilidad de la Señora. La Virgen, escribió Benedicto XV, el 22 de Mayo de 1.918, “sufrió y casi murió con su Hijo”. El agua edulcorada o perfumada puede servir de ejemplo para comprobar que la compasión de María, si no redime, sí corredime al penetrar e impregnar, maranizándola, la Redención que su Hijo llevó a cabo. María no pudo sufrir la muerte de los redimidos porque ella no contrajo el pecado hereditario.
La Virgen María, dice la Constitución “Lumen Gentium”, en su nº 53, “recibió el Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo”, que es tanto como decir que la gracia redentora de Cristo influyó en su carne ontológicamente, pero, a su vez, marianizó la humanidad del Redentor desde el momento en que fue concebido. No nos extrañe, por lo tanto, la corredención compasiva de la Madre de Jesús. Si Jesús cristianizó a María, la Virgen marianizó a Jesús.
Jesús, apenas iniciada su gestación, siendo un “nasciturus”, dio muestras de su misión. Cuando María supo, porque se lo reveló el ángel Gabriel al anunciarle su maternidad, que su prima Isabel, estéril, estaba en el sexto mes de su embarazo, se puso en camino hacia una ciudad de Judá, y entrando en su casa, Isabel le dijo: “¿Quién soy yo para que me ve visite la madre de mi Señor? (y en ese instante) saltó de gozo y alegría la criatura que llevaba en su vientre”. (Lc 1,39 a 44) El hijo de Isabel, se llenó de gozo y alegría al quedar libre del pecado original con el que fue concebido. Fue un bautizo excepcional, el de un “nasciturus”, que María hizo posible con su presencia y en el que el oficiante fue Jesús, también “nasciturus”, y que recuerda a otro bautismo, también excepcional, el del Buen ladrón, por Jesús moribundo.
Para mí, este encuentro entre María e Isabel demuestra el quehacer de la Virgen en la historia de la salvación y que dio pie al Magnificat, un Salmo mariano, pero del Nuevo Testamento vinculado con el Antiguo. Las figuras de Zacarías y de San José (aunque no estuviera presente), de Isabel y María y de Juan y Jesús (ambos no nacidos, pero si concebidos) lo escenifican a la perfección.
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Los datos que el Nuevo Testamento nos ofrece de la infancia de Jesús, desde su nacimiento hasta el inicio del la adolescencia, al cumplir los doce años, son pocos y me limito a dar cuanta de ellos.
Recién nacido, María le envolvió en pañales y le reclinó en el pesebre (Lc. 2,5).
Los pastores, a los que un ángel anunció el nacimiento de Jesús, y una legión del ejército celestial glorificó a Dios, fueron a Belén y encontraron al niño acostado en el pesebre (Lc. 2; 9, 15 y 16).
Los Reyes Magos, venidos de Oriente, siguiendo a una estrella e informados por Herodes, acuden a Belén, donde postrándose adoraron al niño, y le ofrecieron, oro, incienso, (como a Dios) y mirra.
(Me he) permitido suponer que esa estrella recorrió el “cosmos” que estaba gimiendo y sufriendo dolores de parto, y esperando que sería liberado de la esclavitud y de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8,21), transformándola en “un cielo y una tierra nuevos” (Apc 21,1.)
Es interesante y curioso conocer la opinión sobre la estrella de Salvador Muñoz Iglesias, que en el tomo IV de “Los Evangelios de la infancia” (B.A.C. 1990 pag. 226 y 227), citado por el Papa en su libro. Entiende don Salvador que se trataba de “un fenómeno astrológico fuera de lo normal, “un fenómeno luminoso en el cielo (pudiendo pensar el evangelista Mateo) en una revelación especial”.
A Jesús, a los ocho días de nacer, nos dice San Lucas, le circuncidaron, poniéndole este nombre, y cuando se cumplieron los días de la purificación, le llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. Simeón le tomó en brazos, a la vez que la profetisa Ana, hablaba del niño a todos (Lc 2; 21, 28,38) Cumplido todo esto, María y el Niño regresaron a Nazaret.
De Nazaret, y para evitar que Jesús, tan pequeño, fuera uno de los inocentes que mató Herodes, los tres marcharon a Egipto. Fueron avisados por un ángel, el mismo que le dijo que habiendo fallecido el que quería atentar contra su vida, podían volver a su tierra y se establecieron de nuevo en Nazaret (Mt. 2; 13, 14, 20).
A los doce años, Jesús acompañó a su madre y a San José en su peregrinación al templo de Jerusalén, en el que se quedó Jesús sin que lo supieran sus padres. Al darse cuenta de que no les acompañaba, se volvieron a Jerusalén para buscarlo, y “a los tres días, le hallaron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba”. A la pregunta de María sobre su conducta, ¿por qué me buscabais? Contestó: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mis Padre?” No se refería a su padre según la ley, sino a su Padre del cielo (Lc 2; 41 y ss).
Vueltos a Nazaret, lo último que sabemos de la infancia-adolescencia de Jesús es que el niño “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”. Así lo dice San Lucas (2, 52) Son palabras que reproducen casi a letra a las que escribió en el versículo 4º del mismo capítulo.
¡Qué bien interpreta Benedicto XVI estos versículos ¿Cómo puede crecer quien es Dios? El Papa contesta, porque “Jesús, en cuanto hombre, no vive en una abstracta omnisciencia, sino que está arraigado en una historia concreta, en un lugar y en un tiempo, en las diferentes fases de la vida humana, y de eso recibe la forma concreta de su saber. Así se demuestra aquí de manera muy clara que Él ha pensado y aprendido de un modo humano” (“La infancia de Jesús”, pag. 132).
Jesús y los niños
Jesús fue niño, en Nazaret fue a la escuela y jugó con otros niños, y como niño le trataron en casa José y María. Me le figuro viendo a su madre empleada en los quehaceres propios de la mujer: limpiando, lavando, cocinando, y a José trabajando y él empezando a trabajar en la carpintería.
Lo que me interesa recordar aquí son –iniciada su vida pública a los treinta años- sus alusiones a los niños y su conducta con respecto a los mismos, porque son los niños, y todo aquello que a los niños se refiere objeto de especial atención por parte de quienes tratan de conseguir un cambio de mentalidad y de conciencia de los hombres. Desde aquel “Libro rojo del Colegio”, publicado al comienzo de la Transición, hasta la “Educación de la Ciudadanía” ha transcurrido un tiempo suficientemente largo, para que sea notable y visible su influencia nociva en la sociedad española.
Al escándalo que produce esta plaga se une el desprecio por los niños. Jesús, con palabras que no pueden olvidarse, y que son verdad revelada, nos dice:
“Al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!” (Mt. 18; 6 y 7).
“Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial” (Mt 1, 10 ss).
Supongo, y estimo que con fundamento, que Jesús, desde que tuvo noticias de la matanza de los inocentes, pensaría en los mismos. Fueron muchos los que teniendo dos años mandó matar Herodes en Belén y sus aldeas próximas, para asegurarse de que entre ellos moriría Jesús. (Mt. 2, 16).
Los inocentes fueron mártires, y son santos. Su fiesta litúrgica es el 28 de diciembre.
Veamos y reflexionemos sobre algunos de los pasajes evangélicos que nos revelan el cariño de Jesús hacia los niños. Son pasajes conmovedores.
“No impidáis que los niños se acerquen a mi” (Mt. 19, 14; Mc. 10,14) porque de los niños es el reino de Dios” (Lc 18, 16).
¿Y cómo se impide que los niños se acerquen a Jesús? La respuesta es sencilla. Impidiendo su concepción, violando el “Quod Deus coniuxit, homo non separet” (Mt, 19,6) y Dios ha unido intimidad y fecundidad”, por lo que es tanto como desafiarle si la fecundidad se impide con el uso de los preservativos, la esterilización y si la fecundidad se consigue en un laboratorio utilizando una probeta y la gestación de lo concebido se hace en el vientre alquilado de una mujer.
Por eso dice Jesús “quien en mi nombre acoge a un niño concebido ´duo in carne una` (Mt.19: 5,6 y 7), o a un niño ajeno abandonado o discapacitado, “me acoge a mi y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado” (Mt, 18,5 y Mc 9,37 y Lc 9,48).
Felicitaciones por la acogida a esos niños: los adoptantes, los que les dan acogida, sin serlo, las instituciones, sobre todos religiosas que los reciben, mantienen, cuidan y educan. Ellos saben que no solo le han acogido a Él, sino al Padre que le ha enviado ( Mt 18,5; Lc 9,48).
Jesús nos recomienda que nos hagamos como niños para entrar en el reino de los cielos (Mt, 18,3) y para demostrar el valor de este logro de la infancia espiritual que practicó Santa Teresita, “los bendecía, les imponía las manos, los tomaba en brazos, y a uno de ellos le abrazó” (Mt 19,14; Mc, 10,16; Lc 19, 36).
Jesús tenía presente no solo a los niños en general, sino a “los pequeñuelos, a los niños de pecho”, afirmando que hasta de ellos sacaría alabanzas (Mt, 21, 16).
Y para colmo curó a un niño que estaba muriéndose, hijo de un funcionario real que le suplica: “ven antes de que muera mi hijo”. Jesús le responde: ”anda , tu hijo vive” (Jn 4; 46 a 50).
Entrando en la casa del jefe de una sinagoga o jefe de los judíos –que así se le llama –al que se le acababa de morir una niña, Jesús “la coge de la mano y la dice “Talitha qumi” (que significa; contigo hablo, niña, levántate (y) la niña se levantó inmediatamente y echó a andar. Tenía doce años” (Mc 5, 39; Mt 9; 18, 24 y 25).