Pedro Sáez Martínez de Ubago. Pronto vamos a celebrar tu Nacimieno: días de fiesta en que solemos expresar los sentimientos un poco más hondamente que lo habitual. Para algunos estas fechas son motivo de alegría y para otros no tanto. También son jornadas en que algunas tradiciones tienen un protagonismo especial: los villancicos, los belenes, la comida y la bebida, los adornos o los regalos…
Por desgracia, en este mundo, cada vez más paganizado y materialista, las primeras están desapareciendo y van quedando sólo las últimas. Ahora la alegría por tu Nacimiento, a menudo, se ve sustituida por la euforia de un estómago satisfecho, de forma que el hombre, hecho a tu imagen y semejanza usa de la libertad que Tú le das en detrimento de su alma inmortal y se parece a una mascota o un animal de granja bien cebado. Pero esto no es algo tan nuevo, y así leemos en Jorge Manrique: “Si fuese en nuestro poder/ tornar la cara hermosa/ corporal,/ como podemos hacer/ el alma tan gloriosa/ angelical,/ ¡qué diligencia tan viva / tuviéramos cada hora,/ y tan presta/ en componer la cautiva,/ dejándonos la señora/ descompuesta”.
Dicen que “Dios escribe recto con renglones torcidos”. Y seguro que será verdad y Tú sabes que tu Padre ha creado el mundo como ha creído necesario y conveniente. Por eso, si todo lo que hay o vemos a nuestro alrededor ha sido creado por Dios, aunque nosotros no lo comprendamos a veces, como Él es bueno, es el Bien y el Amor, lo que Tú nos das no puede ser malo.
¿Pero, por qué entender que Tú, Jesusito, escribes con renglones torcidos y, sin embargo, escribes bien? ¿No tendría que pensar mejor y hacer la pregunta de otra forma: “quién soy yo para decir que tus renglones están torcidos y los que hago yo son los que están rectos”?
Tú, Jesusito, que pudiste nacer en un palacio y naciste en un pesebre, que viniste muy pobre a este mundo pero nos regalaste un amor inmenso, ayúdame, por favor, a ser más humilde y comprender mejor que lo que tú dispones es lo recto y lo que está bien, tal y como nos ha sido revelado:“E hizo Dios animales de la tierra según su género, y ganado según su género, y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno. Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra”. (Gen. I, 25 – 26)
Ayúdame a entender mejor y a querer más a este mundo que, siendo bueno, gobernamos tan mal. Un mundo donde casi la mitad de la población vive en la pobreza y donde unos cuarenta millones –la población de España- se muere de hambre ante la indiferencia de los que mandan y deberían gobernar en tu nombre. Pero tampoco es una historia nueva, a Ti te ayudaron los pastores y te adoraron tres extranjeros, mientras tu rey quería matarte y dejó asesinar a muchos niños…
¿Por qué, si, como se dice, reducir el hambre a la mitad costaría unos 35.000 millones de euros, no lo hacemos y, en cambio, nos gastamos en armamento más de UN BILLÓN de euros?
Es una pena y una injusticia que no seamos capaces de oír al Papa Francisco cuando nos predica en tu nombre que con los alimentos desperdiciados cada día se podría dar de comer a muchísimas personas y hacer que los niños que lloran de hambre, como quizá Tú lloraste en Belén, dejen de hacerlo, porque "en el mundo tenemos suficiente comida para acabar con el hambre. Si trabajamos con la asociaciones humanitarias y nos ponemos de acuerdo en no desperdiciar comida, haciéndole llegar comida quien la necesita, habremos contribuido a resolver la tragedia del hambre en el mundo".
En efecto, la historia se repite, y hoy los reyes y los poderosos, siguen matando inocentes, y no sólo de hambre. En torno a cuarenta millones de niños –otra vez la población de España como referencia- son víctimas cada año del abominable crimen del aborto quirúrgico.
Tú, Jesús, naciste de María, Virgen Inmaculada, por el encendido y suavísimo amor con que Dios Padre amó y ama a tu Madre; y porque podía ciertamente, en previsión de los méritos tus méritos como Redentor, adornarla de este singular privilegio, dado que convenía que la Madre del Redentor fuese lo más digna posible de Él (de Ti) y no hubiera sido tal si, contaminada con la mancha del pecado original, aunque sólo fuera en el primer instante de su concepción, hubiera estado sujeta al dominio de Satanás.
En cambio, hoy, de mil maneras, los hombres prostituyen y pervierten la grandeza del acto generador, y, egoístamente, degradan el divino mandato de crecer y multiplicarse hasta el vil hedonismo e incluso vicio nefando, sin pararse a pensar en la grandeza de un amor que es reflejo del Amor, y, muy lejos de tu Sagrada Familia, se ultraja la libertad humana con simulacros legales de efímeros contratos y toda clase de horrendos contubernios.
Tú nos dijiste que no hay que matar, pero, además del hambre y los abortos, en el mundo guerras y grupos terroristas. Tú nos dijiste "lo que hiciereis con uno de estos pequeños, a mi me lo hacéis" (Mt. 25, 40) y nosotros, dejamos que millones de enfermos mueran cada año, no porque no haya medicinas o vacunas, sino porque quienes las tienen o las fabrican buscan enriquecerse con su venta y sus patentes…
Podría seguir hablando de lo que a mí me parecen Tus renglones torcidos, pero prefiero insistir, como el hombre de la parábola que llama a la puerta por la noche hasta que le abran, y pedirte que esta Navidad me ayudes a meditar y entender mejor las cosas. Mientras tanto, me despido de ti con estos versos que intentan reflejar lo mucho que eres Tú y lo poquito que soy yo:
Trino Hacedor que, eterno e infinito,
obnubilas mi pobre entendimiento:
Tú creas la belleza y el talento…
yo entiendo menos, cuanto más medito.
Creo que el universo en que yo habito
en torno gira de tu eterno asiento,
como la tierra por el firmamento
orbita al sol, según Tú lo has prescrito.
Tú creas, oh, mi Dios, el universo,
y en un pobre pesebre a tu Hijo donas,
que nuestra vil miseria conociendo,
asume padecer final perverso.
Yo adoro al Niño Dios; Tú me perdonas,
Mas… ¡Ay! si lo medito, no lo entiendo.
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO