Juan Carlos I y la ley del aborto
Pablo Úrbez. Que Juan Carlos de Borbón sancionase la primitiva ley del aborto en julio de 1985 supuso un duro golpe para el sector antiabortista. Es cierto, eso sí, que su firma regia terminó por asentar la monarquía parlamentaria que caracteriza nuestra democracia. Gracias a ello, los opositores a la Corona se percataron de que Juan Carlos I era un Rey “molón”, simpático y progre, muy distante del espíritu carca y represivo de sus antecesores. ¿Pero a qué precio?
Por el contrario, se distanció de quienes defendían la vida del no-nacido. En aquellas filas había –no nos engañemos- tanto monárquicos como republicanos, tanto de derechas como de izquierdas. Los unos se sintieron defraudados. ¿Acaso cabía una realidad más católica y tradicional que la monarquía española? ¿Dónde quedó aquella idiosincrasia? ¿Cómo pudo renunciar a los principios que tanto defendieron sus antepasados?
Por otro lado, los antiabortistas que de por sí despreciaban a la Corona tan solo reafirmaron su desconfianza hacia la Institución. El Rey les dio motivos para ello, desde luego. Pero entre los propios realistas, curiosamente, hubo también quienes “comprendieron” la difícil situación del monarca en tan peliagudo asunto. Que si se encontraba entre la espada y la pared, que si la ley terminaría aprobándose aunque se opusiese, que si estaba maniatado… ¿Verdaderamente estaba el Rey en un callejón sin salida? ¿Cuál era su responsabilidad? ¿Qué podía hacer y no hacer? ¿Qué poderes le concedía la Constitución que él mismo aprobó en 1978?
En primer lugar, debemos preguntarnos por qué la ley del aborto precisaba de la sanción del Rey. La causa está en que se trataba de una ley orgánica, y no una ley ordinaria. Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución (art. 81 de la Constitución). Las leyes orgánicas pasan por los mismos trámites que una ley ordinaria, pero de un modo más complejo. Así, requieren de una votación final en el Congreso de los Diputados, debiendo ser aprobada por mayoría absoluta. Finalmente, corresponde al Jefe del Estado sancionar y promulgar las leyes (art. 62).
En resumen, tal y como prevé la Constitución, toda ley orgánica necesita de la sanción del Rey para completar su aprobación. Puesto que todo el proceso de elaboración de la ley ha sido obra del Ejecutivo y del Legislativo, los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes (art. 64). De este modo, la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad (art. 56).
Juan Carlos I carece de responsabilidad legal en la sanción de la ley del aborto, y ningún poder político ni tribunal de Justicia podrán achacárselo jamás. No obstante, un mínimo de sentido común nos permite diferenciar la responsabilidad legal de la moral, y en este punto quizá no fue tan legítima la actuación del Rey. Puesto que fue él quien aprobó la Constitución, sabía perfectamente cuál era su papel cuando se presentó la despenalización del aborto como un proyecto de ley, allá por enero de 1983. E incluso lo sabía antes, cuando ya se oía cierto runrún en el Congreso estando Adolfo Suárez como anfitrión de la Moncloa.
Cuando el Rey recibió al Papa Juan Pablo II el 31 de octubre de 1982 en el aeropuerto de Barajas, afirmó en su discurso:
Uno de vuestros antecesores concedió en 1494 a mis antepasados Fernando e Isabel […] el título de Reyes Católicos, que han llevado desde entonces los Monarcas de España. […] Me ha tocado estar al frente de mi país en un momento de inquietud y esperanza. […] España está empeñada en restablecer su concordia, en afirmar una convivencia que nada ni nadie puede romper. En asegurar la libertad, condición de toda dignidad humana.
Por su parte, Juan Pablo II se refirió al aborto durante la homilía que pronunció dos días después en Madrid, consciente del debate que había surgido en España:
Quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad.
El que tenga oídos para oír, que oiga. Juan Carlos de Borbón estaba más que prevenido. Avisos no le faltaron, como aquel del obispo de Cuenca, José Guerra Campos, quien publicó lo siguiente en el boletín de su diócesis de febrero de 1983:
Los católicos que en cargo público, con leyes o actos de gobierno, promueven o facilitan […] la comisión de aquel crimen no podrán escapar a la calificación moral de pecadores públicos. [El Rey] no puede moralmente participar en esa agresión a los inocentes.
Pero todos sabemos que participó. El 5 de julio de 1985 sancionó la ley, que salió publicada en el BOE del día 12:
LEY ORGANICA 9/1985. de 5 de julio. de reforma
del artículo 417 bís del Código Penal.
JUAN CARLOS I,
REY DE ESPAÑA
A todos los que la presente vieren y entendieren.
Sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en
sancionar la siguiente Ley Orgánica.
En un periódico de línea editorial monárquica y conservadora como es el ABC, apareció el siguiente artículo de Carlos Ollero quitándole hierro al asunto:
El Rey democrático y parlamentario ni promueve ni elabora ni participa de manera alguna en la tarea legislativa, competencia exclusiva del órgano constitucional previsto. […] Le corresponde tan sólo sancionar y promulgar las leyes que materialmente son ya tales cuando las aprueban las Cortes, aunque formalmente requieran la firma del Rey para su promulgación y publicación.
En eso estamos de acuerdo: Juan Carlos de Borbón no dotó a ley de su contenido, sino que le imprimió la forma. ¿Suficiente para ser moralmente ilícito? Dios juzgará. Lo que está claro es que para la posteridad quedarán los susodichos términos del BOE: Yo vengo en sancionar la siguiente Ley Orgánica. Su contemporáneo Balduino de Bélgica no podrá afirmar lo mismo; allí, como en España, no fue el Jefe del Estado quien aprobó la ley. Pero a diferencia nuestra tampoco fue el Rey quien la sancionó.