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Diario YA


 

La “Hora Newman”

Carlos Gregorio Hernández. 4 de diciembre. 

            Por naturaleza, especialmente cuando tomo el teclado para escribir, suelo prodigarme más en la censura que en el elogio porque el mundo que nos rodea tiene tanto que enmendar que me parecía un hábito propio de ociosos hacer lo contrario. Pero si algo necesita nuestro tiempo son referentes sobre los que reedificar una sociedad que ha venido siendo dinamitada en los últimos siglos y por eso es necesaria la sana propaganda del bien.

La Universidad Francisco de Vitoria, la “paquito”, como cariñosamente la denominan sus estudiantes, ha iniciado este curso una actividad que ha tenido poco eco en la prensa en años anteriores, incluso en aquella que debería ser más receptiva a este tipo de actividades. Me refiero a la “Hora Newman”. La primera sesión congregó a más de quinientas personas en el aula magna de la Universidad entre las que tuve la fortuna de contarme. Ayer tuvo lugar la segunda casi con igual éxito y también, como en la primera ocasión, con escaso impacto en los medios, a pesar de la imaginativa publicidad, el atractivo del planteamiento del foro y del tema en sí mismo. En la primera ocasión el debate tuvo como punto de partida la pregunta “¿se puede saber que Dios existe?”. Los argumentos del sacerdote Pablo Domínguez y del profesor Salvador Antuñano por su racionalidad y brillantez resplandecieron sobre los de sus oponentes, entre los que se distinguió por su vehemencia el conocido filósofo Gabriel Albiac, que reiterada e infructuosamente trató de reducir el debate a una cuestión nominalista. La reflexión personal que extraje de aquella tarde la expresó con mucho más tino y mejor prosa Juan Manuel de Prada en uno de sus últimos artículos en ABC: “ni siquiera tienen que esforzarse en aparentar razón”. Se refería el escritor a la polémica suscitada por la colocación en las dependencias del Congreso de una placa en honor a la Madre Maravillas de la que todos conocemos su resultado.

Hacen falta muchas más experiencias de este tipo, que su convocatoria tenga difusión en los medios e incluso que estos sean las tribunas propicias para el debate donde el pensamiento católico pueda enfrentar sus argumentos sobre problemas fundamentales como el citado u otros más banales y contemporáneos a los exponentes más preclaros del pensamiento dominante. Esta es una de las enseñanzas del propio Benedicto XVI. No hay más que mirar con detenimiento al entorno para comprobar que el pensamiento que arrumbó la sociedad católica tiene pies de barro y no está tan extendido como se nos quiere hacer creer y sólo ha podido imponerse desde la fortaleza del Estado. El relativismo, que tan fácilmente destruyó un edificio de siglos, ha terminado por generar una sociedad inerme, pasiva, cómplice del mandato del Estado, carente de identidad, perfecta para ser maleada y manipulada. Y aun siendo consientes de esto nos cuesta creerlo.

Es curioso comprobar ―hablo en primera persona― como los católicos de esta hora necesitamos del converso. No es casual que en los medios más proclives al pensamiento católico se refuerce esta figura, que a veces llega incluso a apagar la luz resplandeciente de la Verdad que otros muchos han manifestado desde las filas de la ortodoxia más tradicional. Es quizás la medicina necesaria para curar la debilidad y la falta de convicción sobrevenida en este tiempo incluso entre los propios confesos. Tenemos los mismos temores que el mundo y sin quererlo nos hemos imbuido de sus propios clichés. Los medios católicos tienen mucha culpa en esta deriva, porque promocionan desde sus tribunas las ideas generadas desde el paradigma liberalista, postergando o silenciando ellos mismos el pensamiento católico, que se queda sin voz y, por tanto, sin influencia entre aquellos que escogen escuchar, ver y leer estos medios por su significación. Lamentablemente se han asumido, aunque sea mínimamente, los tópicos generados contra el catolicismo. Por eso, aquel que desde fuera se ha visto seducido por la Verdad es para el católico de hoy una joya más preciosa que el diamante más valioso. Muchos afirman que éstos son pruebas de que es posible convertirse, pero entiendo que su auténtico valor está en que nos ayudan a convertirnos. Necesitamos convencernos de nuestra identidad porque sin ella, aun proclamándonos católicos, actuaremos como ateos en la práctica y nuestra Fe no se manifestará en un auténtico compromiso.

 

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