La casa de la pradera española
David Martín. 6 de diciembre.
El pasado martes Antena-3 Televisión despertó los sentimientos del espectador con una nueva edición del programa “Esta casa era una ruina”. Ese espacio que cuyo objetivo es mejorar la calidad de vida de una familia, con algo más que apuros económicos, reformando su destartalada casa, pero que en realidad es un dedo en la llaga del morbo y del amarillismo. En esta ocasión la familia elegida, aun no se sabe en función de qué criterios, fue la formada por un matrimonio y doce hijos. Catorce personas de las cuales prácticamente la mitad padece una enfermedad hereditaria e incurable y que, hasta que pasaron los chicos de Antena-3 por sus vidas, vivían en una casa de cien metros cuadrados llena de humedades y casi sin ventilación. Las penurias son tantas que el drama de los protagonistas de “La casa de la pradera” a uno le parecen los mejores chistes de humor que haya escuchado jamás.
La primera parte del programa se centró en presentar, al grupo de reformistas del programa, la situación en la que vivía la familia. Arquitectos, diseñadores, interioristas y demás profesionales del sector se quedaban estupefactos al ver unos videos, magníficamente introducidos por el jefe de ceremonias, el reciente premio ondas Jorge Fernández, en los que la propia familia relataba la dramática situación que padecía y hacía los peores pronósticos si la ansiada reforma no era inminente. Todo como marca el guión: dar la sensación de que para esta familia nada merecía la pena si no se hubiera llevado a cabo la obra de renovación. Todo ello, claro está, bien regado con el llanto de los protagonistas.
El núcleo del espacio se lo llevó la creación de la nueva casa. Al grito de ¡al ataque!, golpe de maza, y maquinaria pesada, Fernández y su gente terminaron con los tabiques viejos y humedecidos para levantar otros nuevos mientras que los dueños disfrutaban de una semana de vacaciones, a cuenta del programa, en Andorra. Todo el malestar, la tragedia, la impotencia contenida, todo el drama visto hasta ahora se transforma, por aquello del elixir de la televisión, en alegría y felicidad. Ahora el clímax del espacio se sustenta en las complicaciones que surgen durante la ejecución de la obra y la lucha contra el tiempo. Una locura colectiva como si fueran a dejar a la familia en su deambular por tierras andorranas por tardar más de los diez días acordados. Como la demolición y reconstrucción de unas cuantas paredes no es que llame demasiado la atención, era necesario salpimentar como se merece esta parte y qué mejor que tocando los sentimientos, propios y ajenos, con unas sorpresitas a modo de visitas inesperadas. Dicho y hecho: aparición de los componentes de la serie favorita de la familia, naturalmente emitida por la misma cadena, y de la cantante Merche echando una mano al operario de turno que la requiriera. Otra vez el llanto. Otra vez la lagrima a flor de piel. Lagrima de felicidad y no de desazón ante la desdicha, pero lagrima al fin y al cabo.
Llegamos, por fin, cerca de la medianoche, a la hora de la verdad: la entrega de llaves de la casa reformada. Con música ambiental al uso, la familia recorrió las nuevas dependencias con cara de asombro ante el cambio que se les mostraba. La traca final, la guinda al pastel, la puso la entrega de una beca de estudios a uno de los hijos y un coro en el jardín para amenizar la despedida. Misión cumplida. Fin del programa.
En resumen, el espacio emitido el martes es una especie de ONG televisiva que pretende cambiar la pesadumbre de la familia de turno en unos pocos días, un regalo envuelto en el papel de la solidaridad. Hasta aquí todo perfecto y nada que objetar porque las acciones nobles no merecen ser negadas, pero cuando uno percibe que cada segundo del programa, cada plano, cada intervención, está milimétricamente medido para producir la lágrima fácil en el espectador, para salpicar la pantalla del más burdo de los sensacionalismos la cosa cambia y la nobleza pasa a ser villanía. Bien está sacar a una familia de la miseria en la que se encuentra. Laudable también es que se preste la mayor de las ayudas al prójimo que la solicita cuando se ve necesitado, pero presentarse, como una y otra vez se puso de manifiesto en el programa del martes, como los salvadores únicos de toda penuria cuando realmente el objetivo último es conseguir el mayor rédito del mal ajeno, de la desgracia del humilde, es mezquino. Pero para los que gusten de ello, no se apuren que habrá más.