Francisco Jesús Carballo. La manipulación de la historia no es patrimonio de la izquierda. La derecha, heredera del pensamiento ilustrado, también hace interpretaciones gruesas del pasado, tal vez evocando los orígenes revolucionarios del pensamiento liberal.
La legitimidad de origen, auténtica legitimidad en las democracias modernas, se ha convertido ahora en asunto menor cuando recordamos el bicentenario de la Constitución de 1812. Se nos ha bombardeado hasta la saciedad con la idea de que no importan los objetivos, las intenciones, o los aciertos en el gobierno de los pueblos. Lo importante es el procedimiento, los medios, el respeto a la ley y al Derecho.
Las Cortes de Cádiz se convirtieron en Cortes Constituyentes por un acto de voluntad revolucionaria. En ausencia del rey y por su cautividad, la Regencia del Reino, nombrada por unas Cortes generales y extraordinarias, se atribuye todos los poderes. Las Cortes habían sido convocadas por la Junta General Central, que llevaba el peso de la guerra contra los franceses, con las irregularidades legales propias de una situación de guerra, pero atribuyéndose competencias graves respecto a la legislación vigente. Por eso los historiadores denominan al acto constitutivo constitucional en 1812 como el comienzo de una revolución liberal. El propio preámbulo de la Constitución anuncia la derogación de “las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía”.
Las Cortes de Cádiz protagonizaron un auténtico golpe de Estado contra el orden establecido, vulneraron las leyes establecidas que le daban razón de ser, transformaron radicalmente al sujeto de la soberanía, los fines del poder civil, las relaciones Iglesia-Estado y hasta la naturaleza de la Patria, que ahora ya no sería una empresa común servidora de los valores de siempre, sino una nueva nación, inspirada en el nacionalismo político de la Revolución Francesa donde se identifica lo nacional con el Estado voluntarista y al Estado con el contrato social roussoniano.
El rey Juan Carlos y el presidente Rajoy han elogiado el texto constitucional y el proceso revolucionario que con él se inicia. Lo malo de celebrar actos “contra legem”, es que la sinceridad democrática de los celebrantes queda en entredicho, al tiempo que podría conceder derechos revolucionarios, por ejemplo, a todo aquel que interprete que la situación actual de España es insostenible, que la casta política es incompetente, y que nos encaminamos al suicidio moral, político y social.
Dice la historiografía oficial que la Constitución de 1812 fue aprobada por unas Cortes reunidas en Cádiz, cuya mayoría era liberal. Esta es una falsedad histórica. En esas Cortes, la masonería, siendo minoría, llevó la iniciativa política por dos medios eficacísimos: primero, por la presión que ejercía el “pueblo” que acudía a las sesiones, que aplaudía o silbaba los discursos de los diputados, condicionando seriamente por tanto los debates y las decisiones. Este “pueblo” estaba compuesto en realidad por agitadores a sueldo de la masonería. Segundo, por la homogeneidad de los diputados masones, cuya identidad sectaria permanecía oculta. Acordaban previamente y en secreto el discurso y el rumbo adecuado de las sesiones de las Cortes. Los restantes diputados, que eran mayoría, cayeron bajo su influencia y actuaron en el sentido deseado por la masonería. Sólo unos pocos se dieron cuenta de la farsa que se estaba preparando. Así fue aprobada la Constitución. En algunos reportajes televisivos, el locutor ha comentado entre complacientes parabienes la aportación del “pueblo” de Cádiz, que vivía con inusitada “pasión” los debates constitucionales…
No creamos que estos métodos difieran mucho de las famosas asambleas universitarias manipuladas por los grupos marxistas antes y después de la Transición política en España. Tampoco parecen estar muy lejos de una práctica habitual en el seno de la Unión Europea: repetir un referéndum cuantas veces sea necesario hasta alcanzar el resultado deseado. El resultado, ahora sí, será irrevocable porque ha obtenido la aprobación popular…
La victoria de Napoleón en España
La burda manipulación de esta historia se veía venir, porque ya fue burdamente distorsionada la conmemoración de la “Guerra del Francés”, como la llamaron los contemporáneos, que realmente fue mucho más que una guerra de independencia nacional contra la invasión napoleónica. El pueblo español no luchó sólo contra una potencia extranjera que invadía territorio nacional, sino contra toda una filosofía de la vida que traía el invasor, con la intención de imponernos con la fuerza brutal e inhumana de sus poderosos ejércitos, la negación de todo aquello que el pueblo español desde Recaredo y el III Concilio de Toledo estimaba como sagrado, con más valor que su propia vida. El pueblo español entendió aquella lucha como una cruzada contra los impíos, fieles de la diosa razón, que pretendían destruir el patrimonio histórico de España. Don Marcelino Menéndez y Pelayo nos habló de aquella cruzada, “avivada y enfervorizada por el espíritu religioso, que vivía íntegro, a lo menos en los humildes y pequeños, y acaudillado y dirigido en gran parte por los frailes (…) Alentó la Virgen del Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerundenses bajo la protección de San Narciso y en la mente de todos estuvo… que aquella guerra, tanto como española y de independencia, era guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas”.
La religión católica era considerada por los revolucionarios liberales y sus precursores como una superstición del pasado, que debía ser arrancada del alma de los pueblos. La Iglesia era vista como un obstáculo para que los hombres fueran iluminados por “las luces” de la Razón y del Progreso, mitos vacíos acuñados por la masonería. Las asambleas revolucionarias se erigieron en vicarias del ídolo de una razón divinizada y pervertida por la falsa filosofía. Al ser abandonado el método racional aristotélico-tomista y pretender reconstruir todo de nuevo, como había preconizado Descartes, el desastre estaba asegurado. El veneno circuló desde las minorías hasta los pueblos, alterando el orden moral y social de la Cristiandad en un proceso que está actualmente en su fase culminante. El hombre se convirtió en el ser necesario, en sustitución de Dios. Un hombre abstracto y falso, cuyos derechos formales sin deberes eran fundamento de un sistema político permisivo. Dios quedaba reducido a ser contingente en la práctica, y por tanto sin soberanía, aunque las constituciones liberales hicieran retóricamente referencia a un Ser Supremo.
Se ha infravalorado en celebraciones y en libros conmemorativos el expolio del patrimonio histórico, artístico y religioso de las tropas napoleónicas, que asesinaban clérigos y profanaban iglesias, forzaban a las mujeres y no respetaban la vida de los prisioneros. La represión francesa fue crudelísima. Los fusilamientos del 3 de Mayo de 1808 en Madrid llenaron dieciocho carros de cadáveres. Muchos pueblos fueron arrasados y sus habitantes exterminados. Los invasores franceses saquearon ciudades enteras y las inundaron de sangre. La noticia de estas crueldades y profanaciones, recorría el territorio, haciendo que los hombres de bien se alzaran en armas. Este comportamiento bárbaro y cruel, impropio de seres civilizados, excitó el afán de resistencia de los españoles, que se dieron cuenta que luchaban contra soldados sin Dios.
Contra aquella barbarie de los embajadores de la revolución liberal, se levantó de manera unánime el pueblo español, anónimo, sencillo, analfabeto en ciencias humanas, pero lleno de la mejor sabiduría transmitida de generación en generación, en tradición custodiada en costumbres e instituciones seculares.
Mientras el pueblo se desangraba en los saqueos de Burgos, Córdoba, Jaén o Cuenca, las Cortes de Cádiz, arrogándose la representación del pueblo español, traicionaron a éste, proclamando en la ley de leyes los postulados del invasor, que triunfaron pese a la derrota militar napoleónica. Era la colaboración eficaz de los afrancesados con las tropas invasoras.
Se ha podido escuchar a los historiadores oficiales la falsa, injusta y terrible afirmación de que el pueblo español se levantó contra el invasor francés para defender la Constitución de 1812 y la soberanía nacional, contra el origen divino del poder civil. ¿Qué proclama llama a los españoles a levantarse por la Constitución, la soberanía nacional y las elecciones democráticas? Ninguna. ¿Cuántas proclamas excitan a la rebelión contra la “impiedad” del extranjero y en defensa de la Religión? Todas.
Precisamente el pueblo español luchaba contra la soberanía nacional, en la que no creía. Napoleón ya nos había regalado el Estatuto de Bayona, que era una Constitución liberal. ¿Qué sentido tendría luchar contra una Constitución liberal para luchar a favor de otra calcada de aquella?.
El artículo 12 establecía que “la religión de la Nación española, es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Esta afirmación, que tranquilizaba muchas conciencias, tenía fecha de caducidad, porque la soberanía nacional proclamada tenía potestad para convertir esta confesionalidad en laicidad, lo que inevitablemente se convierte siempre en laicismo. Así ocurrió con las Constituciones de 1869, 1931 y 1978.
La Constitución de 1812 representaba como Napoleón la fase “conservadora” de la Revolución liberal. Napoleón no perseguía abiertamente a la Iglesia, pero la trataba como a una prisionera. El mismo Napoleón detuvo al Papa y le robó sus Estados.
¡Claro que Fernando VII fue un monarca incompetente!. Los borbones habían centralizado la vida política, derogaron arbitrariamente viejos y útiles fueros, estaban bajo el influjo del racionalismo ilustrado y sus Pactos de Familia eran contrarios a los intereses de España. Pero aquella España conservaba todavía buena parte del tuétano de sus mejores tradiciones. Aquella España tenía el basamento imprescindible para reponerse a su decadencia. Sólo necesitaba una profunda reforma, nunca una ruptura con sus mejores tradiciones.
¿Libertad?
Se ha repetido hasta la saciedad que la nueva Constitución liberal fue la consagración de la libertad en España. En el terreno político, fue la llegada de una plutocracia burguesa que monopolizó el poder indefinidamente. El repetido sufragio universal masculino no llegó en la práctica hasta 1890, aunque sólo formalmente, porque el Pacto del Pardo que consagraba el turno pactado de partidos en el gobierno convertía en una burla el derecho de sufragio. El sufragio femenino no llegó hasta 1933, boicoteado -por cierto- por las izquierdas, que temían que la mujer española votase a la derecha. El sufragio todavía hoy queda gravemente mediatizado por la financiación privilegiada de los partidos con parcelas de poder, por su financiación ilegal e impune y por la corrupción política que financia a fondo perdido a los partidos más importantes…
En el terreno económico, la Constitución de 1812 destruyó los gremios, las viejas corporaciones que regulaban la vida económica con criterios de bien común e interés general, y que daban una oportunidad al trabajo para convertirse en propietario. La revolución liberal incumplió la ley cuando vino al mundo. Por eso no tendría inconveniente en incumplir la ley por sistema. Lo hizo batiendo todas las marcas de pronunciamientos militares en el siglo XIX para acelerar el proceso revolucionario. Y lo hizo para acabar con las propiedades llamadas de “manos muertas”, esto es, que no se vendían, sino que se heredaban. Estas correspondían a la Iglesia, a los municipios, a la corona y a la nobleza. El Estado hizo caja expropiando sin indemnización propiedades ajenas, y vendiéndolas en subasta a quienes tenían dinero, la emergente burguesía revolucionaria liberal. Estas medidas económicas no sólo fueron revolucionarias, lo que no necesariamente es negativo, sino antisociales.
Marx, que no parece sospechoso en este aspecto, hace un elogio inesperado del régimen de propiedad medieval en Europa, especialmente en Inglaterra, donde apenas había asalariados y si los había era ocasionalmente; donde bajo sistema feudatario los campesinos explotaban las tierras de la Iglesia o del rey con derecho de herencia, y en el caso de la Iglesia en magníficas condiciones de explotación de tal manera que puede hablarse de usufructo o de posesión de hecho. Hubo una época en que todos los campesinos eran propietarios aunque fuera solamente desde su participación en los bienes comunales del municipio. Marx ha llegado a reconocer que la propiedad llegó a estar fundada en el trabajo. Había armonía social, bienestar y propiedad repartida. Por lo tanto la propiedad no era un problema, ni había engendrado gérmenes de disolución. A finales del siglo XV y principios del siglo XVI fueron confiscadas en Inglaterra de manera violenta y egoísta las tierras. Fue el antecedente de la desamortización de Mendizábal y Madoz.
Ocurrió también con la reforma protestante en el centro y norte de Europa, y finalmente con la Revolución Francesa en el resto del continente. Nacía el capitalismo. La nobleza había roto con la tradición en la Inglaterra del siglo XV. Para desarrollar las manufacturas de lana de Flandes, crearon grandes prados para el ganado, y expulsaron de sus tierras a los campesinos que llevaban siglos trabajando en ellas. Hubo Guerra Civil. El rey y la Iglesia estuvieron con el pueblo. Marx lamenta estos hechos pero también celebra esta destrucción, porque encajaba en su sistema fatalista y dialéctico de progreso social.
Todas las crónicas oficiales nos han recordado también que fue derogada la Inquisición o Tribunal del Santo Oficio (5 de febrero de 1813). Pero las Cortes de Cádiz no se limitaron a suprimir la Inquisición, sino que incurrieron en cesaropapismo o regalismo con la celebración de un Sínodo Nacional sin el preceptivo permiso de Roma. Su idea de la libertad ha triunfado hoy. Consiste en exaltar la libertad propia hasta el paroxismo, llegando si es menester hasta la negación de la libertad ajena y del bien común. Por eso las Cortes de Cádiz no tuvieron inconveniente en meter la mano en el cajón de algunos bienes religiosos…
La llamada “Pepa” nos trajo, por un lado, la libertad de expresión, que no demandaba nadie, sino aquellos que querían subvertir el código de valores vigente, aquel que había hecho de España un Imperio capaz de buscar afanosamente la justicia, sin que nadie la reclame ni la conquistase, en contradicción a la lógica marxista, sino por mera exigencia de conciencia. La burguesía revolucionaria fue la única beneficiada por la libertad de expresión, que al hacerse ilimitada en la práctica, colisiona grave y frontalmente con el bien común, con la atmósfera que respiran nuestros hijos y que coarta su derecho sagrado a crecer en un ambiente saludable…
Ha sido conmovedor escuchar tantos elogios a la supresión de la tortura. Que sensibilidad, que humanidad…, y que cinismo. Cuando la pena de muerte está legalizada con el aborto en la Unión Europea, pero sin las garantías judiciales que proclamaba la Constitución de 1812, sin juicio, y hasta sin delito… Cuando los inocentes pueden ser asesinados arbitraria y discrecionalmente, que nos vengan ahora con la derogación de la tortura, es una broma de mal gusto. Quienes firmaron la ley, quienes pueden derogarla con su mayoría absoluta y no quieren…, celebran el fin de la tortura. Sólo nos faltaba escuchar a los de las checas y los gulags unirse a la celebración. Y allí estuvieron para rematar esta mascarada.
Los discursos institucionales han celebrado también la llegada de la división de poderes. Pero esto es como mentar la soga en casa del ahorcado. La clase política española y el amanuense de los discursos reales, ¿están burlándose del pueblo “soberano”?. Precisamente nuestra legislación hace posible la confusión de poderes: el poder legislativo elige al ejecutivo, y ambos eligen a buena parte de los miembros del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, y de los miembros del Tribunal Constitucional. La clase política tiene tanto desprecio al pueblo español que celebra hipócritamente lo que no cumple en su casa.
En el Antiguo Régimen sabíamos que estaban concentrados todos los poderes, aunque hubiese división funcional, y que el poder estaba en el rey, con más o menos limitación en las Cortes, según la época y la nación, para bien o para mal. Hoy este asunto no está tan claro. ¿Está el poder en los partidos políticos, en la banca, en la Unión Europea o se oculta entre las sombras…?.