Ángel David Martín Rubio. 15 de Octubre.
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La contradicción inherente a la reivindicación del laicismo radica en que no se puede afirmar un criterio moral ante los resultados concretos que resultan de la aplicación de un sistema político (por ejemplo, determinadas leyes o, de manera más genérica, la degradación moral y la corrupción) mientras que ese mismo criterio se difumina a la hora de valorar los principios sobre los que descansa ese mismo sistema. Se aprueba el árbol y después se rechazan los frutos. Las consecuencias de esta incongruencia son dos que enumeró en su día el entonces Obispo de Cuenca, don José Guerra Campos, sin que hasta ahora hayamos notado ninguna rectificación del rumbo adoptado.
Desde fuera de la Iglesia: sorpresa, escándalo, reacción airada, cuando alguien aduce la Doctrina católica en casos como las leyes del divorcio, del aborto, la permisividad corruptora de los jóvenes... Es como si les reprocharan ¿no habíamos quedado en que aceptabais nuestro pluralismo liberal? Incluso algunos pseudo-teólogos se hacen eco de planteamientos como éste al decir: si hemos aceptado la democracia, ahora tenemos que asumir las consecuencias y no tenemos derecho a quejarnos de las decisiones tomadas en cada caso por la mayoría. En el interior de la Iglesia asistimos al debilitamiento y la ambigüedad de la misma enseñanza destinada a orientar las conciencias que se limita a ofrecer sugerencias, más o menos dignas de consideración, olvidando así su obligación, por mandato divino de decir a todos lo que obliga moralmente (Cfr. Mt 28, 19-20).
Todo lo que decimos se comprueba en algo de tanta trascendencia como en lo relacionado con el voto de los católicos. Desde la Transición se nos viene diciendo:
Considerad los elementos negativos y los positivos y decidid en conciencia.Pero la mayoría de los ciudadanos no están capacitados para distinguir si esa expresión (en conciencia) se refiere a una norma superior y la interpretan en términos de mera autonomía subjetiva (Voto a quien quiero). Y como, al mismo tiempo, el discurso clerical sostiene que no hay nada sin defectos, pueden en la práctica apoyar con sus votos a fuerzas promotoras de cosas tan negativas como el aborto, la disolución familiar, la descristianización… como si los presuntos aspectos positivos compensaran dicha obra demoledora.
El hecho es que con los votos de los fieles católicos se han implantado los mismos males que luego se critican. Y voces autorizadas, en el acto mismo de condenar esos males, se apresuran a reiterar su aval al marco jurídico-político democrático del que son consecuencia. Por el contrario, la enseñanza de la Iglesia sostuvo unánimemente durante siglos que la misión del poder y de las leyes no es sólo registrar lo que se hace sino estimular lo que debe hacerse. Si, por el contrario, los propios dirigentes se desinteresan y si a la desidia se une la complicidad ante la siembra de incitaciones disolventes, entonces no cabrá extrañarse de que se acelere el proceso de erosión moral, y de que crezcan al mismo tiempo la contradicción y la impotencia de los responsables.
Sobre todo en España y en Méjico en los años 20 y 30 de nuestro siglo miles de mártires dieron su vida ante un pelotón de fusilamiento al grito de ¡Viva Cristo Rey! Al mismo tiempo que los cristeros en Méjico y los voluntarios de nuestra Cruzada derramaban su sangre en las trincheras sostenidos por el mismo afán. ¡Qué bien entendieron la necesidad de este grito de alerta a que nos estamos refiriendo! Oyendo hablar de ellos a determinados eclesiásticos, comprobando cómo se manipula el verdadero significado de aquellas muertes, podemos acreditar que los utilizan ahora para respaldar un discurso incompatible con la fe por la que ellos dieron la vida. Es una más de las contradicciones inherentes al sano laicismo.