Víctor Corcoba Herrero
Al menos una vez al año,
realicemos el camino del silencio,
para escuchar la voz de Dios
en el abecedario de nuestros días,
y sentir la soledad del mundo
a través del caminar de los hombres.
En el horizonte de cada caminante,
se vislumbra la cruz de Cristo,
nos alumbra la voz de Dios,
que la cumbre de esta pasión
nos cubra y nos encumbra la vida.
Abracémonos con la cruz unos a otros,
que el mundo precisa envolverse
del amor de Cristo y rodear colinas
con la púrpura del verso entre los labios
para encender historias de esperanza
en un mundo ahogado por las cenizas.
De la cruz de Cristo mana la ternura
y emana el perdón, nace la valentía
y la revolución, el heroísmo
de todas las virtudes, se desprende
una nueva savia, justo en el momento
que comienza a rebosar el sentimiento.
No hay otro sentido en la peregrinación,
que el del amor de Cristo en la cruz.
La vida es amor, el mundo es odio.
La vida es espíritu, el mundo es materia.
Crucifican a Jesús, el mundo se oscurece.
La tierra tiembla, triunfa el cielo. Jesús
muere en la cruz, pero la cruz nos salva.
El hombre crucifica y Dios libera.
Cada uno con su cruz y Dios con la de todos.
Sólo la cruz de Cristo perdona.
Con esto me basta y me sobra
como signo de pertenencia,
me llega y me llena,
como signo de acción.
Cada obra de amor lleva la cruz de Cristo.
Dios no se interpone, pero nos interpela.
Sus brazos de beatitud y sus abrazos de gloria
nos hacen sentir el sabor de lo que somos:
Un corazón que ama, un cuerpo que desea.