Principal

Diario YA


 

encauzar y orientar hacia un determinado fin o resultado a las masas

La culpabilidad de las TV en los juicios paralelos

Miguel Massanet Bosch. Es posible que, a la vista de la ciudadanía, existan en España temas más importantes de que tratar o asuntos de mayor envergadura que, por el número de personas a las que afectan, resultan más aparatosos y de un impacto más notable en la opinión pública. Lo que si es cierto es que, desde que las televisiones se han convertido en las grandes comunicadoras, los medios de formación y transmisión de opinión más efectivos y los mecanismos de propaganda más eficaces para moldear, encauzar y orientar hacia un determinado fin o resultado a las masas;  el control que se debiera llevar a cabo por las Administraciones, no, por supuesto, para coartar la libertad de expresión, ni para impedir dar noticias veraces a los espectadores o impedir la pluralidad de ideas y opiniones, sino para cerciorarse de que no se transgredían los límites en determinadas materias, en las que una opinión poco contrastada, una afirmación mal orientada o un comentario carente del debido soporte científico, legal o .ético, pudieran contribuir a crear una falsa imagen sobre una determinada cuestión que pudieran perjudicar directa o indirectamente los derechos de una persona, grupo de personas o de una comunidad.

Me estoy refiriendo, como ya habrán podido adivinar, a lo que se ha convertido en una costumbre para determinados presentadores de TV que, sin la debida especialización, sin datos fidedignos para formarse una opinión clara sobre un suceso o, simplemente, por el afán de crear morbo que les permita aumentar su audiencia, olvidándose de las más elementales reglas de la prudencia, del respeto por los derechos individuales de las personas y, usurpando funciones que no les competen y para las que no están debidamente cualificados; se dedican a jugar a los llamados “juicios paralelos”, bajo la excusa de una aparente, hipócrita, populachera, interesada y, sin duda alguna, torticera preocupación por impartir, desde fuera de los cauces normales de la Justicia, otra justicia, en minúsculas, basada en el sentimentalismo, el impulso primitivo de las masas y en la facilidad para excitar a la opinión pública, aprovechándose de la debilidad humana, de la que dispone un medio, de tanto impacto, como es la TV, para vender, como veraz, lo que sólo son apariencias, indicios, probabilidades o síntomas; sin tener en cuenta que una verdad a medias, una imputación no meditada o la divulgación de determinados datos aparentemente inculpatorios son suficientes para que la gente, fácilmente sugestionable, se lo tome en serio y le carguen el San Benito de la culpabilidad a  una persona absolutamente inocente de lo que se le acusa.

Recientemente, hemos tenido un caso paradigmático de cómo el populacho, los exaltados de siempre, las horteras de turno y los corre ve y dile que no tienen otras cosas que hacer que cotillear en donde no les llaman; ha sido capaz de condenar sin pruebas, ni juicio, ni conocimiento alguno de los hechos, sólo por simple intuición, morbo, exaltación y contagio del virus de la locura colectiva; a un pobre hombre al que se le habían atribuido toda clase de actos violentos, torturas, malos tratos y demás atrocidades sobre una niña de tres años que acabó muriéndose en un hospital, a pesar de los cuidados que se le dispensaron. Ni que decir tiene que quienes más se ensañaron con este hombre, quienes más se dieron golpes en el pecho apelando a la humanidad, a la lucha contra los malos tratos y la  necesidad de imponer castigos ejemplares a los culpables de hechos como el señalado fueron todos estos programas abyectos en los que, presuntamente, se adopta la defensa de los “débiles”, “abandonados”, “parias de la sociedad” sin tomarse la más mínima molestia, antes de aparecer en las pantallas para lanzar sus panfletos orales, lamentos y filípicas, de asesorarse debidamente, buscar información creíble y, sobre todo, practicar el principio jurídico de “in dubio pro reo” una de las bases de toda actuación contra el delito.

Ni eran golpes lo que tenía la niña, ni quemadas aquellas marcas que lo parecían ni, por supuesto, había sido violada ni se había abusado sexualmente de ella. El dictamen de la autopsia ha sido claro y completamente favorable a las tesis de la defensa, que negaba todos los cargos que se le imputaron al compañero de la madre de la desgraciada criatura. Sus propios maestros negaron que la niña aparentara tener problema alguno, afirmando que, en clase, se comportaba como cualquier otra niña jugando y riendo como las demás. Y, ahora nos podemos preguntar ¿qué pasa con aquellas amenazas de linchamiento?,.¿qué diremos de los insultos, intentos de agresión, motines callejeros, griteríos ante el juzgado y concentraciones para irse animando mutuamente y excitándose los unos a los otros para convertirse en un medio de presión para quienes tenían, por ley, la misión de juzgarlo? Pero de todos estos que juzgaron, sin pruebas, a aquel que ha sido exonerado de toda culpa y puesto en libertad; los peores, los mayores culpables del ensañamiento popular en contra del presunto asesino o maltratador, los más culpables, los que debieran pagar por su falta de prudencia, por su intento de acusar de asesino, sin pruebas, a una persona inocente; estos han sido, sin la menor duda, aquellos programas de TV que se constituyeron en acusadores, con la única finalidad de ganar audiencia sin preocuparse del daño que le hacían a la persona con la que se estaban ensañando.

Y ahora nos podríamos preguntar, ¿quién le devuelve la fama a este hombre?, ¿quién le resarce del calvario al que se le ha sometido,¿quién le pagará el tiempo que no ha podido trabajar y que ha estado sometido a toda clase de presiones, amenazas etc, aparte de su privación de libertad y del miedo que ha debido pasar encerrado en una mazmorra?. Podríamos ahora pedir que salieran a dar la cara todos aquellos que, sin arte ni parte en la cuestión, salieron para linchar al presunto culpable. Ya verán ustedes que quienes participaron en las algaradas, si se les preguntara, harían como San Pedro, negarían ser ellos aquellos exaltados incontrolables que pedían la ejecución inmediata de aquel al que ellos, sin otras pruebas que su morbo y deseo de causar mal al inculpado, ya habían juzgado sin tener en cuenta las garantías que cualquier persona tiene a que se le considere inocente hasta que las pruebas y los tribunales, si procede, dicten sentencia condenatoria y esta haya devenido firme.

Esta permisividad, este todo vale, este poder omnímodo de la prensa y la TV que todo lo manejan, todo lo controlan, que se han convertido en el cuarto pilar del poder, al que Montesquieu no tuvo en cuenta porque, en su tiempo, carecía de la fuerza que tiene hoy, pero que, si hoy tuviera que reformular su teoría de los poderes del Estado, colocaría en primer lugar a estos que se han constituido en los verdaderos orientadores de masas que, por si solos, se arrogan la facultad de derribar e imponer gobiernos; de implantar filosofías y desmontar creencias; de maltratar las noticias y de vender falsedades, con la misma facilidad con la que una araña atrapa a una mosca en su red. Por desgracia, hoy tenemos un Gobierno donde sería difícil encontrar a alguno de sus miembros que quisiera poner límites a estos abusos, más pendiente de destruir el orden moral existente y de desgarrar España que de ocuparse de controlar, poner orden, vetar y sancionar los programas basura de la TV cuando infringen la ética profesional; de la que prefiere valerse para que lo ayuden a mantenerse en el poder y… así vamos.