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Diario YA


 

Una provocación profunda

La cultura del odio hacia la Iglesia

Roberto Esteban

Nos quiere el poder proporcionar la felicidad -quizá el más peligroso de los ideales políticos, según manifestara K. R. Popper -, pero antes debe devastar de la vida pública viejos mitos, siendo el más apremiante, por vigoroso, el catolicismo. Ya lo profetizó Heine: habrá hombres que, en el mundo por venir, no sentirán reverencia por nada, y se entregarán a la destrucción para extirpar la última raíz del pasado. El hombre se convierte así en fin en sí mismo.

La penúltima provocación progresista contra la Iglesia católica, cuando todavía intentábamos sobreponernos del exhibicionismo ofensivo que simboliza la decadencia y el clima moral sin máscara ni artificio del “Gang Bang”, lleva por título “Musicolèpsia. Rapsodia para set putes”, la mise en scène de los excesos papales a lo largo de la historia, un giro más de política cultural ideológica en su cicatero afán por desintegrar las raíces y la tradición de un pueblo, una mirada de negación de nuevos sofistas y pródigos aburguesados que se obstinan por vivir -y muy bien- del odio y el resentimiento. Lo decía el gran Chesterton: “todas las cosas de las que los enemigos encuentran culpable de algo a la Iglesia se encuentran multiplicadas de una forma degradada en ellos”.

El poder político pretende de modo infausto decidir lo que es bueno o malo, subvencionando la hostilidad y la ofensiva cristofóbica, arrojando dinero público para menospreciar el fervor, los sentimientos y las creencias, edificando torres de Babel que festejen la caída de cuanto no se deja domesticar y se muestra subversivo a los más miserables atributos del progresismo radical.

Fue Nietzsche quien puso en circulación el nihilismo como un diagnóstico del estado de la cultura y del espíritu europeos. El nihilismo anuncia la desfundamentación, presupone el fin de la fe en Dios Creador y con ella el del orden religioso y el orden moral tradicional. Se llega así a la aniquilación de las creencias en que se sustenta la cultura y le da sentido a la tradición. A partir de ahora, es la voluntad de poder lo que prevalece, sin esperanza de sentido ni de verdad, y con la pérdida de cualquier vigencia. Lo correcto es obrar conforme a los valores aceptados por las culturas con una mentalidad política correcta, es decir, los valores como expresión de la voluntad de poder.

El hombre de nuestros días se encuentra subyugado como pocos por una huída hacia adelante, capaz de cancelar cualquier superación o elevación. Al cabo, no se trata de ganar altura, sino de llevar la delantera; no de superarse, sino de no dejarse adelantar. El hombre de todos los tiempos ha deseado cambiar para acercarse a lo que no es veleidoso, mientras que hoy sólo se piensa en adaptarse a lo mudable. De este modo, como diagnosticara Saint-Exupéry, el hombre “pierde lo esencial sin darse cuenta de que lo ha perdido”, porque hay otra sed que lo devora.

Nadie dudará ya sobre el creciente odio que existe hacia la Iglesia católica en España. La imagen de la Iglesia que ofrece la mayoría de la prensa occidental no podría ser más tétrica, llegando incluso hasta la caricaturización y la manipulación más delirantes. La Iglesia denostada y en la que debemos permanecer, en medio de tantas debilidades humanas existentes, es la Iglesia de Jesucristo, no la nuestra, no la de cada uno. Y el mejor modo de permanecer en Su Iglesia, es amarla. Si nuestra mirada a la Iglesia no es una mirada de amor sólo veremos negación, odio y desesperación, permaneceremos instalados en una insondable ceguera y en el peor de los autismos. Junto a la historia de los escándalos y de las traiciones, existe la historia silenciosa y llena de probidad de gentes con fe cuyas vidas están repletas de frutos. La Iglesia proyecta en la historia a Jesucristo, un “haz de luz tal que no puede ser apagado”. ¿No veis a vuestro alrededor testimonios de fe y de amor? Para conocer a la Iglesia es necesario amarla. Sólo es posible cambiar a alguien desde el amor; lo mismo tendrá que suceder con la Iglesia. Para Ratzinger, “permanecer en la Iglesia porque ella es en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y transformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la responsabilidad de la fe”.