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Diario YA


 

a raiz del editorial

La dignidad de Cataluña: No hay que confundir precio y dignidad

Manuel Olmeda Carrasco. Dijo J. Lacroix que "la dignidad es el carácter  de lo que tiene valor de fin en sí, y no solamente de medio. No hay que confundir precio y dignidad"

  No es un consuelo, pese al apotegma, que el mal, la zozobra, sea menor cuando lo compartimos con terceros, ni aun en el caso de que estos lo padezcan a calderadas, porque no somos tontos aunque las apariencias, tozudas, se presten al disimulo. España, desde tiempos inmemoriales, presenta épocas de esplendor, casi de gloria. En ocasiones, por contra, pareciera al borde del caos, de la desintegración, saldado siempre con el enfrentamiento fratricida y la sangre generosa -también estúpida-  de cuantiosos inocentes. Rascando la Historia muy en su superficie, encontramos múltiples episodios que pudieran servirnos de ejemplo para ponerles coto en el futuro. Sin embargo, somos tan humanos -tan cabestros, diría yo- que tropezamos y tropezamos en la misma piedra, con tanto ahínco como resignación. Desde siempre, además de pequeñas desavenencias, los españoles tenemos un único problema: los gobernantes.

      El manifiesto aparecido días atrás, con  la connivencia de doce diarios catalanes, expresa a las claras -aparte la insidiosa presión sobre el TC- que Cataluña presenta síntomas inequívocos de sobrellevar trastornos genuinos cuya génesis es similar al resto del país, acrecentados por el matiz de soportar una casta de políticos algo más desaprensivos, entre otros vicios autóctonos,. Quizás el de mayor entidad sea que el “seny”, ese tópico clásico y fiel alegato de la hidalguía catalana, se vaya aherrojando por la siniestra influencia de “charnegos” aupados al poder, con la necesaria negligencia de una mayoría que se ha dejado tomar el terreno de forma insólita e inexplicable. Que una pléyade de apellidos ayunos de blasón como López, Martínez, Pérez, etc., que un presidente de cuna cordobesa, que algunos indígenas esforzados de la “pela”, se arroguen el espíritu, incluso el cuerpo de Cataluña, como representación de toda su sociedad, con el silencio cómplice y consentidor, es cuanto menos una extravagancia. En buena lógica, ni unos podían aspirar a tanto, ni otros exigir tan poco.

      La ceguera generalizada de los políticos españoles, se agudiza hasta extremos inusuales en las llamadas comunidades históricas. El nacionalismo trasnochado, transgresor y excluyente es el fruto rancio, retrógrado, del poso tribal que anida en grupúsculos ignorantes, con resabios estériles; espoleados por la ambición de dirigentes corruptos y vacíos de proyecto. Este, aparte el idioma, constituye el hecho diferencial que ocultan ignominiosamente tras delicuescentes razones históricas, tan falsas, tan arrojadizas y tan lucrativas. La abstención en el referéndum que aprobó el Estatut, es la prueba categórica de su escaso eco en la sociedad catalana. Ellos lo saben. El grito, el exabrupto, la agresión diversificada, es la estrategia -casi fascista- que oponen a quienes se muestran refractarios a sus tesis, hueras de todo contenido doctrinal (salvo el victimismo irredento) y que pretenden imponer sin importarles modos, ni medios. Da vergüenza comprobar como siglas políticas, antaño despegadas; en el fondo, enemigas incluso de esta irracional erupción; periódicos y medios en conjunto, ajenos a la orquestación nacionalista -otrora opuestos a ella, en algún caso- aligeran el compás, y las soflamas de promesa y compromiso, para acaparar un voto, aquellas o para engordar la bolsa, estos; sin importarles a ninguno dejar en la gatera algún pelo de su crédito.

      Yo viví un tiempo en Barcelona, donde residen familiares arraigados hace un siglo. Conozco algo el carácter catalán y no entiendo la actitud derrotada e indolente que exhiben. Al igual que en el resto del país, la democracia -esta democracia de papel- los ha adormecido, encandilados por expertos charlatanes, cuya retórica hueca entontece y alimenta mentes incapaces de comprender que somos los dueños, no ellos, de este sistema de libertades, cuyo disfrute gozamos, a pesar de los esfuerzos que realizan algunos aventureros por limitarlo: La democracia no se regala, se exige. No permitáis que el egoísmo, la discordia, se revista con el ropaje talar del conjunto, ni usurpe la dignidad catalana. Que defiendan  sus corrupciones, sus gangas (mientras lo toleréis), sin evocar, para conseguir sus fines, enfrentamientos inexistentes.

      Cataluña atesora una dignidad consolidada, a pesar de los políticos que la gobiernan -y la evidencian- o de editoriales conjuntas, porque nadie quiere perder la ubre de la que maman inmisericordes; oficio u ocupación del que algunos medios son viejos expertos.