José Escandell. 13 de Septiembre.
La acción política de muchos se polariza hoy hacia la familia, la educación y la defensa de la vida. Estos ámbitos son mencionados de manera explícita por la Iglesia y muchas buenas gentes han hecho de esos asuntos sus preocupaciones principales. Me referiré en especial a la atención a la familia.
Es un tópico (y un tópico verdadero) que la familia es la célula de la sociedad. Esto significa, por un lado, que la salud de la sociedad incluye como condición sine qua non la salud de la familia, del mismo modo que la salud de un tejido depende, en alguna medida importante, de la salud de sus células componentes. También significa, por otro lado, que hay realidades prepolíticas y que la vida política no es la instancia de legitimación de toda realidad humana. Dicho de otra manera: la familia es un elemento de resistencia al totalitarismo de lo político. Al menos por ambas razones la defensa y promoción de la familia es asunto de enorme importancia, de un valor crucial en el futuro de las democracias occidentales.
Justamente, la cultura occidental se encuentra hoy en una situación, no de crisis, sino de descomposición moral, también porque la familia ha sido rota. Además de la casi desaparición del matrimonio monógamo e indisoluble, se ha destruido también la relación paterno-filial (y uno de sus corolarios es la desaparición de toda autoridad, comenzando por la de los profesores). Las relaciones sexuales han sido alteradas de tal modo que la estructura familiar doble (matrimonial y paterno-filial) resulta insostenible. No tardará mucho –si no ha llegado ya- en llegar la supresión de la prohibición cultural del incesto.
Junto a esto, el Estado interfiere en la familia expropiándola de sus bienes, materiales y morales, merced a los sistemas tributarios, pero también con las estructuras laborales, educativas, etc. Los jueces han entrado ya, y entran cada vez más, en las intimidades familiares para resolver conflictos que la propia familia, descompuesta, ya no puede ni solventar ni mucho menos prever. Los medios de comunicación son de ordinario aliados de la cultura antifamiliar. El clima invita (si no llega a obligar) al abandono de la familia monógama indisoluble.
No es de extrañar, así las cosas, que muchos busquen refugio de tejas abajo y, perdido el mundo público, que se ha vuelto demasiado agresivo, se encierren en la familia. Va a ser lo único que nos va a quedar, casi como algo clandestino y secreto.
Sin embargo, este repliegue es patológico. Como cuando uno se pilla un dedo y todo se curva sobre la herida y nada más importa. Cuando sentimos dolor, todo es dolor. Así, cuando se reciben muchos golpes, o tan sólo se perciben amenazas inminentes y difíciles de conjurar, tiende uno a agazaparse, como intentando pasar inadvertido y cercena uno su vida hasta que llegan tiempos mejores. La familia es el lugar del repliegue, cuando se tiene.
Ahora bien, la participación política no acaba en el desarrollo de la propia la familia. La muy legítima y necesaria preocupación por la familia debe compatibilizarse con la también insoslayable prioridad, en su orden, de lo político. La familia es para hacer hombres que viven en sociedad y que, por lo tanto, salen de la familia y tienen un horizonte universal. Quien se refugia en la familia renuncia al ejercicio de una de sus dimensiones esenciales. La vida política es una dimensión específica de lo humano y en ella el hombre aspira a cubrir un orden superior de su vivir. En el cuerpo político es posible buscar y lograr bienes que la familia no puede alcanzar. La convivencia entre los hombres perfecciona a su manera a cada individuo y a cada familia.
Por eso mismo, la defensa de la familia no puede suponer, en rigor, una renuncia a la participación en la vida política. El abandono de este territorio en manos de quienes odian la familia no puede más que comportar más peligros y mayores males.