La fe como sentimiento
José Escandell. De vez en cuando se vuelve a oír eso de que la fe es un sentimiento. Esta idea es recurrente y, como el Guadiana, aparece y desaparece según caprichos y gustos. Creo interesante pensar en ello en este tiempo en el que la conciencia religiosa está siendo perseguida, cuando no se la reconduce hacia las templadas aguas del misticismo newager o hacia fideísmos irracionales.
Por fe se quiere entender un sentimiento, y no una forma de conocimiento. En los tiempos modernos, quien más ha hecho por convencer argumentativamente de que esto es así ha sido un teólogo romántico, Schleiermacher. No obstante, hacía tiempo que las compuertas del amplio mundo de las «creencias» se habían roto, desde, al menos, que los empiristas divulgaron la idea de que, salvo las evidencias de inmediata experiencia, todo lo demás que circula por la mente de los hombres es mera «creencia». La racionalidad se limitaría, según eso, a un manejo coherente y serio de las experiencias inmediatas, de modo que quedarían ipso facto fuera de juego cualesquiera pretensiones de que existe algo que trasciende el mundo.
En nuestros días, el sentimentalismo religioso sirve para desactivar la fuerza de la religión y, en especial, de la religión católica. Para unos, la fe es tan superior a la razón, son tan elevados los misterios sagrados, que lo realmente positivo es quedarse arrobado en una capilla, en un encuentro internacional de jóvenes o en un poblado chabolista mientras se atiende a menesterosos. Es verdad que en tales casos la fe es impulso vital, pero es un impulso vital que se queda encerrado en sí mismo y que es inhumano. Por eso es posible salir de un éxtasis y abandonar la fe cuando viene la aridez. Como también sucede trabajar con niños abandonados y no tener el más mínimo interés en saber si Dios es Trino o Quino.
Mientras tanto, el enemigo trabaja y obtiene sus beneficios. Las mismas razones que encierran a unos en un oratorio les sirven a otros para encerrar a los demás en sus casas. El progresismo político de todo signo (de izquierdas o de derechas) ha decretado que la religión es asunto privado. En realidad le gustaría decir que la religión no vale nada, pero con encerrarla en la privacidad se dan por satisfechos de momento y evitan el enfrentamiento. El argumento es, una vez más, que la religión es cosa sentimental, mientras que los sesudos progresista se erigen en concesionarios de certificados de racionalidad.
El círculo está cerrado. Unos quieren a la religión lejos de la política y, en general, lejos de los asuntos humanos; otros quieren su fe fuera del mundo, en la trascendencia espiritual.
Por eso uno de los mayores enemigos de la modernidad es quien defiende que el mundo es de Dios y que la razón humana, por eso mismo, es la sede de la fe. Si la fe es un sentimiento, el mundo está perdido.