La Iglesia perseguida
Angel David Martín Rubio. Se cuenta que San Pío X en una audiencia a un Colegio romano preguntó a un seminarista: - ¿Cuántas notas -distintivos- tiene la Iglesia verdadera de Cristo?
- Cuatro, Padre Santo: la Iglesia es una, es santa, es católica y apostólica
- ¿No tiene más que estas cuatro?
- Romana, añadió el seminarista.
- Justo, pero hay otra más evidente ¿cuál es? Todos callaron.
- Pues bien, voy a decíroslo: Perseguida. Se lee en el Evangelio: me persiguieron a Mí y os perseguirán también a vosotros. La persecución es para nosotros los católicos el pan nuestro de cada día; esta es la señal de que somos discípulos verdaderos de Jesucristo.
La respuesta de los católicos
Es evidente que los cristianos debemos ser comprensivos con los defectos de los demás, con la injuria personal... Pero eso no es transigir. No sé si quienes inspiraron estas palabras las siguen compartiendo pero me consta que no es éste el espíritu en que se ha formado a los católicos españoles:
«¿Transigencia en la doctrina con ofensa de la misma verdad? Eso nunca. ¿Transigencia con una conducta que puede dañar a la Iglesia Santa? ¡Jamás! ¿Transigir en lo que concierne a los intereses de Dios? Tenemos la comprensión y el perdón para los enfermos, pero no para la traición Si el nombre de una madre se respeta allí donde se encuentra su hijo ¿será cristiano quien no salte cuando sin respeto se habla de su madre la Iglesia o de su Padre Dios? Al cristiano no se le estimula a que haga ostentación de su vida interna de piedad pero sí se le pide, cuando llega el momento, que defienda con los dientes su religión».
Cuando se pregonan tantos derechos humanos se silencia, al mismo tiempo, que a Dios pertenecen previamente todos los derechos y nuestro es solamente el deber de rendirle adoración. Y porque tenemos el deber de adorar a Dios, tenemos el derecho de tener nuestras iglesias, nuestras escuelas católicas. Lo mismo vale para la familia. Porque tenemos el deber de fundar una familia cristiana, tenemos el derecho de tener cuanto sirve para defender la familia cristiana.
Esto último aparecía con claridad en las estrofas del himno de la fiesta de Cristo Rey que proclamaban a Nuestro Señor como Rey de la familia, del Estado, y de la Ciudad terrenal y que también fueron suprimidas por la reforma litúrgica con toda lógica si tenemos en cuenta la pseudo-teología que la inspiraba:
Que con honores públicos te ensalcen
Los que tienen poder sobre la tierra;
Que el maestro y el juez te rindan culto,
Y que el arte y la ley no te desmientan.
Que las insignias de los reyes todos
Te sean para siempre dedicadas,
Y que estén sometidos a tu cetro
Los ciudadanos todos de la patria.
La renuncia a proclamar la necesidad del Reinado Social de Cristo Rey tiene su mejor expresión en la verdadera negación de su Realeza significada por esta transformación que ha pasado casi desapercibida.
La verdad no se impone por sí misma
A nadie extrañará que una vez arruinado el universo de valores vigentes hasta no hace mucho tiempo, su lugar vaya siendo ocupado por una nueva hegemonía: la de esa mentalidad, hoy dominante, sustrato permanente de una práctica política que es, al mismo tiempo, la consecuencia y el principal motor del proceso. Al servicio de esta estrategia se ponen medios tan dispares como la propia democracia, la demolición del Estado nacional, la inmigración sin integración, la auto-demolición de la Iglesia, la memoria histórica, la destrucción de la familia y de la vida, la desmoralización del Ejército, la educación para la ciudadanía, la cultura de la dependencia promovida por una gestión económica de los recursos dirigida por el Estado…
Si hay alternativa, únicamente será posible en la medida que tenga lugar la recuperación de la hegemonía cultural en la sociedad. Algo que implica la lucha por la Verdad que no se impone por sí misma sino que se abre paso dificultosamente y suele dejar mártires entre los que se esfuerzan por defenderla.
Porque, como dijo Donoso Cortés, «sólo en la eternidad, patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque sólo allí no hay combate: no presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la eternidad, si no muestras entonces las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente y para los que van, como el Señor, crucificados».