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Diario YA


 

Rico era aquel joven a quien invitó a seguirle como discípulo

La iglesia y los pobres

José Miguel Tenreiro

La pobreza es la ausencia de los recursos necesarios para satisfacer las mínimas necesidades físicas o psíquicas y la imposibilidad de acceder a ellos. A la pobreza se oponen la avaricia, la codicia y la soberbia, pero no así la riqueza, en tanto y en cuanto es compatible con el desprendimiento de los bienes que se poseen. Para donar algo primero hay que ser propietario de ello, pues es bien cierto que nadie da lo que no tiene.

La Caridad unida al amor destierra para siempre la pobreza y el dolor psíquico porque, en efecto, como canta la liturgia, donde hay Caridad y amor, allí está Dios. Tengamos en cuenta, no obstante, que la Caridad, además de afectiva, ha de ser operativa. No podemos mantener a todo un pueblo a base de limosnas. Eso sería fomentar la holgazanería: hoy le damos de comer al hambriento y vestimos al desnudo, pero mañana le facilitamos una caña y le enseñamos a pescar. La pobreza, en todas sus manifestaciones, hemos de tratar de erradicarla y no de perpetuarla.

La Iglesia Católica por medio de su organización humanitaria denominada Cáritas, fundada en la ciudad alemana de Friburgo, en el año 1897, realiza por medio de su personal voluntario una de las mayores labores a nivel mundial en favor de los pobres, la exclusión social, la intolerancia y la discriminación. Recuerdo a este respecto que la recaudación de esta Institución en España ha sido de 250 millones de euros el pasado año, resultado de las colectas efectuadas entre los pocos que asisten a Misa los primeros domingos de cada mes , y los menos (el 34% de los declarantes ) que ponen la "cruz" en el correspondiente impreso de la declaración de la renta. Pero aún así tan meritoria y gigantesca obra no goza del agrado de toda la comunidad y menos de los seculares enemigos de la Iglesia que no dejan de censurar la propiedad de sus muchos tesoros artísticos acumulados a lo largo de los siglos sin reparar, por ignorancia o mala fe, en los de las demás religiones, y sin considerar que su verdadera e infinita riqueza se halla en los Sacramentos que custodia y dispensa.

A todos esos detractores es obligado recordarles que tales tesoros, que tanto codician, son obra de la desinteresada donación de millones de personas durante veintiún siglos de cristianismo. ¿Alguien conoce la factura que pasó Miguel Angel por decorar el techo de la Capilla Sixtina o tallar La Piedad o El David? Y más recientemente, ¿cuánto ha percibido el arquitecto Don Antonio Gaudí por el diseño y todos sus desvelos en el inicio del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia de Barcelona, gigantesca obra inacabada y a cuyas periódicas cuestaciones hemos tenido el honor de contribuir millones de católicos?

Pero todavía no cesa ahí la ignominia puesto que aquellos difamadores también reclaman, y cada vez con más insistencia, que todos los templos y edificaciones religiosas católicas abonen el correspondiente impuesto de bienes inmuebles del que están exentos, por ejemplo los museos. ¿Cómo es posible que nadie recuerde a estos iconoclastas que, después de los Estados Unidos, España es la segunda potencia turística del globo , precisamente, por su carácter de inmenso relicario que guarda más tesoros religiosos, artísticos y culturales que todas las demás naciones del mundo juntas?

El emperador romano Valeriano ordenó fuese asado en una parrilla el diácono Lorenzo, oriundo de Huesca, sintiéndose burlado cuando, tras requerirle le entregase los tesoros que guardaba, éste le mostró una multitud de mendigos, lisiados y viudas, que durante tres días recogió por toda la ciudad.

Considero, no obstante, no debemos confundir entre el honor que debemos tributar al Señor y la atención a los pobres que son, como bien nos enseñó el mártir San Lorenzo, uno de los tesoros de la Iglesia. El amar a Dios sobre todas las cosas exige no sólo ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas en el orden interior, sino en colocar su Santuario en el lugar preferente de todos los templos,- ¡ en el altar mayor !-, para que todos los fieles le distingan y le adoren. No es de recibo se le relegue a una capilla lateral bajo no sé que pretextos. Y esto, lo diga quien lo diga sobre la tierra. Sirvan desde aquí mis pobres palabras como humildísimo acto de desagravio al Santísimo Sacramento presente en todos los sagrarios del mundo.

En el Evangelio encontramos muestras irrefutables de cómo Jesucristo jamás desdeñó la riqueza ni repudió a los que en ella vivían. Rico era aquel joven a quien invitó a seguirle como discípulo y que, con tristeza, rehusó tan honroso ofrecimiento ante la previa condición de liberarse de todos sus bienes en favor de los pobres; ricos eran los amigos de Betania donde María, una de las mujeres de la casa, derramó sobre sus pies una libra de ungüento de nardo que el traidor Judas valoró en trescientos denarios equivalente al sueldo anual de un jornalero; ricos eran los dueños de la sala -grande y aderezada- donde se celebró la Ultima Cena y Primera Misa de las que, en adelante, habrían de sucederse sin solución de continuidad hasta la consumación de los siglos; ricas eran las ropas -parte inseparable de los ornamentos con las que el Sumo y Eterno Sacerdote se revistió para aquella solemne celebración- , y que la soldadesca se repartió, y la túnica sobre la que echaron suertes, tejida, sin duda, por las purísimas manos de su Santísima Madre; y rico, por último, era José de Arimatea, propietario del sepulcro donde fue depositado el cuerpo del Señor tras haberlo envuelto en la Sábana Santa que él mismo también aportó.