La justicia de Dios
Manuel Bru. En su mensaje para la cuaresma, el Santo Padre Benedicto XVI explica con gran claridad como es el egoísmo el origen único de la injusticia, de tal modo que el hombre, herido por el pecado original, y “abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre”.
Pero el Papa, además de explicar esto, se hace una pregunta constructiva: ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor? Y la respuesta, en síntesis, es clara: “para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”. El problema está en que para esta radical justicia hace falta la gratuidad del amor de Dios, su gracia, porque el hombre por si mismo no es capaz de restituir la justicia que previa e indefectiblemente ha quebrado. Aquí, el Papa, vuelve a apelar a la definición original de justicia, la de dar a cada uno lo suyo, para explicar que la justificación en Cristo, la de la cruz, la justicia de Dios, va más allá que dar a cada uno lo suyo, porque el Inocente carga con el pecado de los culpables. Es la justicia del amor, “la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar”. Y frente a esta justicia de la Cruz, “el hombre se puede rebelar”, sino quiere aceptar que no es un ser autárquico, “sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo”. Este resentimiento es, a mi modo de ver, el verdadero origen de todo proceso de secularización y de rechazo a Dios, el no querer aceptar la deuda de amor de la criatura con el Creador, del pecador con el Redentor.
Ese resentimiento con Dios es el mismo resentimiento que nace del hijo contra el Padre, o del discípulo contra el maestro, cuando el hijo o el discípulo no quieren aceptar con humildad que no podrán nunca pagar el bien recibido, y confunden la libertad con la rebeldía. Al final, a lo largo de nuestra vida, casi todas las relaciones humanas por las que pasamos, cuando no son indiferentes (en familia, entre amigos…), han de atravesar esta prueba, al de aprender del amor de Dios, que no sólo es aprender a amar, sino también a dejarse amar, aceptando, de Dios y de los demás, el don de la gratuidad.