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Diario YA


 

La Navidad es obtusa, de aquí a China

Manuel Bru. 21 de diciembre. 

Se equivocan profusamente quienes identifican la Navidad con la indolencia, la displicencia, la flojedad, la cobardía, la candidez, y encima, lo llaman “espíritu navideño”. De hecho, la Navidad supone el acontecimiento más escandaloso de la historia, precisamente, porque rompe el velo que trae a Dios del mundo de lo espiritual al mundo de lo carnal. Por eso este año me salva la Navidad venida a mi desde más de veinte mil quilómetros. Me salva la Navidad de China, de esa Iglesia olvidada y desolada, perseguida y atormentada. Y me salva de la Navidad de cartón piedra de esta España falsa, de risas sin alegría, de celebración sin fiesta, de ilusiones sin esperanzas.

Lo que celebramos es que el Hijo de Dios ha tomado la carne humana, se ha hecho hombre como nosotros, para compartir dolores, alegrías, frustraciones, esperanzas, soledad, frío, sudor, gozo, cansancio, satisfacción, lágrimas, humanidad en definitiva. Navidad que es todo lo contrario a iluminismo, espiritualismo, espejismo, magia, apariencia. Me cansa la insulsa y cursi comparsa de lucecitas y palabras políticamente correctas que penden en las calles de las grandes ciudades, el consumo por el consumo, o los maniquís de un escaparate que parecen decirme: “si no nace Dios, tampoco hay hombre de carne y hueso”. Y aunque la soporto y la acepto, porque la prefiero a la nada del olvido que no arrancase siquiera la pregunta, mi Navidad es otra.

Navidad es la realidad más obtusa, más radical, más transparente, porque es Dios que viene a ti, te mira a ti, y te provoca, porque pretende tu respuesta. Creer en Dios, en Navidad, o mejor dicho, por Navidad, es creer en su presencia, real e inconfundible, en mi vida, en mi casa, en mi pueblo, en mi Iglesia. Lo que más me une a los hombres y mujeres que en todos los continentes confiesan a Jesucristo no es que enciendan bombillas de colores en Navidad, sino que saben, con toda suerte de certeza, que Aquel que vino hace dos mil años viene ahora en cada hermano y en cada acontecimiento, y me pide que cargue con él el yugo de la vida, porque con él es llevadero y soportable, es humano. Por eso en esta Navidad desearía tirar las muletas de las falsas seguridades, de las caducas apoyaturas, de los sentidos banales que me oculten el radical sentido de la vida. Dejar lo que me engaña e ir en busca del Cristo real que nace en el pesebre de la incomprensión y de la persecución; al Cristo que canta la esperanza en una misa clandestina de una vieja casa de la China aún celosamente maoísta; al Cristo que me dice: aquí estoy, no soy el “espíritu navideño”: soy el Dios hecho carne para hacer que tu carne tenga vida eterna, y por tanto tenga belleza, sentido y razón eternas. 

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