La profecía que nadie se hubiera atrevido a escribir
Ángel David Martín. 24 de septiembre. El pasado 12 de septiembre se celebraba la fiesta del Santo Nombre de María. «Y el nombre de la Virgen era María» (Lc 1, 27), nos dice San Lucas. En la Sagrada Escritura el nombre expresa la personalidad del que lo lleva, de la misión que Dios le encomienda al nacer, la razón de ser de su vida. Por eso un ángel revela a José el nombre que le ha de imponer al Hijo de Dios: «Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Si los nombres de los personajes bíblicos juegan papel tan importante en nuestra redención y están llenos de sentido, el de María tenía que ser representativo de su vocación como Madre de Dios y Madre de la Iglesia. «Yo, como una viña, di aroma fragante. Mis flores y frutos son bellos y abundantes. Soy la madre del amor hermoso, del temor, de la santa esperaza. Tengo la gracia del camino y de la verdad. En mí está la esperanza de la vida» (cf. Eclo 24, 17ss). Por eso, a lo largo de los siglos todos los cristianos han invocado el nombre de María con respeto, confianza y amor... El más dulce y suave, y, al mismo tiempo, el más bello de cuantos nombres se han pronunciado en la tierra después del de Jesús. Sólo para los nombres de María y Jesús ha establecido la liturgia una fiesta especial en su calendario.
España se anticipó en solicitar y obtener de la Santa Sede la celebración de la fiesta del Dulce Nombre de María, inseparable de nuestra historia: de Covadonga a Lepanto o en la “Santa María”, la carabela de Colón. El Papa Inocencio XI extiende a toda la Iglesia la festividad del dulce y santísimo nombre de María para conmemorar el triunfo de las tropas cristianas en el asedio de Viena por los Turcos el 12 de septiembre de 1663.
Pese a tantos siglos de historia y devoción, o precisamente por eso, esta conmemoración tuvo mala prensa durante los años de la reforma litúrgica pues fue expulsada del Calendario aunque, recientemente, ha sido recuperada de manera un poco tímida con la categoría de “memoria libre”. El culto a Santa María ha sufrido durísimos embates no solamente desde fuera sino desde dentro de la propia Iglesia contaminada de filo-protestantismo. Recuerdo que en el libro de texto de Mariología que estudié en el Seminario (editado por la llamada Biblioteca de Autores Cristianos) se definía a la Santísima Virgen mientras vivió en la tierra como «La madre de un judío marginal». Sencillamente, una blasfemia que antaño nadie se hubiera atrevido a escribir. Ni siquiera aquellos herejes que airadamente fueron rebatidos en el Concilio de Éfeso o por el cálamo de San Ildefonso de Toledo.
La pasada semana evocábamos las palabras pronuncias por la Virgen con ocasión de la Visitación a Santa Isabel: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones»(Lc 1, 48). La Teología tradicional concede un gran valor a las profecías a la hora de proceder a la demostración de los fundamentos racionales de la fe católica. Veinte siglos después, al comprobar el exacto cumplimiento de este vaticinio, tenemos que reconocer que las palabras de la Virgen quizás sea una de las profecías con mayor valor apologético de toda la Sagrada Escritura. «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones», ¡Que gran verdad se esconde detrás de esa frase que nadie se hubiera atrevido a inventar si no hubiera sido pronunciada por una mujer que vivía en una aldea de Galilea en el siglo primero. Una mujer que no era la madre de un judío marginal. Una mujer que es la Madre de Dios. ¿Necesitas más “razones” para ser católico?