La propuesta de santidad de Juan Pablo II a los jóvenes
Roberto Esteban Duque
Si aceptamos como válido que la “generación del 68”, es decir, los que hoy están en el umbral de la jubilación, es el grupo de edad menos cristiano que existe en la sociedad española, y que dicha generación anticristiana permanece todavía en el poder, arrogándose el monopolio de la modernidad y el progresismo, intentando liberar las relaciones humanas de cualquier hipoteca de la tradición y la trascendencia, no es de extrañar que mi generación -aquellos que nos acercamos a los cincuenta- y más todavía la que se encuentra en torno a los treinta años, puedan ser calificadas justamente como generaciones confusas, sin más credo que el secularista y liberacionista recibido por sus progenitores y por un Estado obstinado en arrinconar como sea al catolicismo, presentando a la Iglesia como una abadía en ruinas y cuya doctrina beligerante no haría sino provocar mayor rechazo entre el coro de los idólatras subyugados por el dinero y la promiscuidad sexual, por la incesante búsqueda de un placer tan efímero como banal.
Aparte de mi escepticismo en las encuestas y estudios -no digamos nada si provienen además del establishment progresista o de la conjura del poder-, empeñados en hacernos creer que son cada vez menos los jóvenes católicos practicantes, barnizados de una fe intimista, nada comprometida con sus vidas y, por tanto, adulterada, apenas sugerente ni profunda, así como refractarios a la doctrina de la Iglesia, como si ésta fuese ajena a sus aspiraciones y esperanzas, lo cierto es que no estamos lejos de que se produzca un deseable y necesario relevo generacional, más próximo a los millones de jóvenes galvanizados por el Papa Juan Pablo II en las Jornadas Mundiales de la Juventud que a una cultura colonizada por criterios secularizadores y relativistas, que menosprecia la autoridad, la obediencia y la continuidad, y no soporta el arraigo, las relaciones vinculadoras ni las raíces permanentes del existir.
Se trataría -como advierte Weigel sobre el fenómeno que se está produciendo entre los “nuevos fieles” de EEUU (con diferencias todavía insalvables respecto del panorama religioso de España)- de una generación hastiada por el secularismo de sus progenitores, fatigada por una sociedad materialista y hedonista, y para quien Juan Pablo II sería el referente inequívoco a la hora de constituir una “masa crítica” de la cultura cristofóbica y anticatólica invasoras en Europa. Este despertar de la tradición y de las raíces cristianas se estaría canalizando en España, según sostiene el profesor Francisco J. Contreras, en los movimientos pro-vida y entre un sector de la población que tiene el coraje de manifestarse a favor de la familia, así como entre una “minoría creativa”, dispuesta a vivir con arrojo una fe incandescente.
La propuesta del Papa Juan Pablo II, que será beatificado el día 1 de mayo, posee una validez absoluta: es inexcusable una vida de oración, de autoexigencia y servicio a los demás, una lógica del amor a Jesucristo, abrazando a los más pobres y luchando por ser santos. ¿Acaso es otro el mensaje del Evangelio? A los jóvenes de ayer y de hoy, a las generaciones más jóvenes nacidas entre los años 1975-1990, Juan Pablo II les diría las mismas palabras que pronunció en su primer viaje como Pontífice a su patria polaca: “¡No tengáis miedo!”. Sabed que un mundo sin Dios no tiene futuro y que la vida nueva sólo puede conquistarse por un camino de ascesis y renuncia al hombre viejo; que la Iglesia seguirá insistiendo, fiel a la tradición, en la sacralidad de la vida, manifestando una Verdad que nos salva, la necesidad insoslayable, por constitutiva, de la religión y la fidelidad al matrimonio y la familia; que los complejos de inferioridad cultural manifiestan una inquietante vergüenza de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia católica, la misma Iglesia donde los jóvenes encontrarán a Cristo, porque es ella quien nos lo da; que ser progresista hoy en la Iglesia, es decir, sofisticado y conformista, revela un grado peligroso de decadencia y mediocridad, ajeno a la excelencia y radicalidad del Evangelio; que sólo existe una pobreza en la vida de los hombres: la de un mundo sin Dios, y que estamos llamados a recibir y acoger el amor de Dios para posibilitar la comunión y el amor entre los hombres.