Manuel Parra Celaya. Ante todo, matizo que aludir a las relaciones de España con Europa, como se puede leer a menudo, es incorrecto: siempre hemos sido Europa, una parte de ella con igual derecho a considerarse europea que el resto. Pues bien, a lo largo de los siglos, nuestras relaciones con el conjunto de Europa se han parecido sobremanera a esos noviazgos eternos en los que ninguna de las dos partes tiene prisa por ir a la Vicaría (o al Juzgado, los laicistas) y que transcurre entre períodos idílicos y cursis y discusiones borrascosas.
En nuestras épocas áureas, no solo éramos Europa, sino que estábamos a su cabeza; por seguir con el símil, ejercíamos de varón machista y, de vez en cuando, la chuleábamos; se pusieron de acuerdo las demás naciones y –cual novia ofendidísima- se dedicaron a hacernos la vida imposible. Una época de bonanza en las relaciones fue el siglo XVIII, cuando nuestros ilustrados -unos serios y otros a la violeta, que de todo había- llegaron a la conclusión de que toda la culpa era nuestra, lo cual supone una tontería mayúscula, pues ya sabemos que, en toda pelea de pareja, casi nunca existen inocentes y culpables perfectos, sino que la responsabilidad, en alguna medida, es de los dos. Pero caló hondo la idea de que la culpa de nuestra tradición, y nos metimos en un siglo XIX de perpetua guerra civil, entre unos que se consideraban tan españoles que no atinaban a ser modernos y otros que, a fuer de querer ser modernos, no atinaban a ser españoles, como dejó dicho don Pedro Laín Entralgo.
Ya en el siglo XX, Ortega, primer filósofo de España y quinto de Alemania, supuso que “España era el problema y Europa la solución”, pero no fue hasta bien entrada la década de los 6º que Franco diera el pistoletazo de salida para un acercamiento, de mano de Ullastres y Areilza, que lograron aquel Tratado Preferencial del que nadie se acuerda y que fue algo así como unas relaciones prematrimoniales; mucho tuvo que ver –digan lo que digan los laicistas citados ad supra- la coincidencia religiosa entre los padres de la unión europea y el Caudillo, que sería todo lo dictador que se quiera pero, en el ámbito católico –como en el del anticomunismo- no pasaba una.
En la Transición democrática, con Felipe González al frente del gobierno, llegó por fin la boda, aunque muchos sospechaban que era un auténtico bodorrio. Todos nos dimos con un canto en los dientes porque el cónyuge era rico y soltaba dinero a espuertas de un fondo social que parecía inagotable; volvimos a hacer el papel de chulos, pero sin la arrogancia de otras veces, más bien como menesterosos que accedían a hundir su industria, a eliminar sus cabañas vacunas y a cortar olivos, por exigencias de un matrimonio que ya no fue por la iglesia… sino por detrás de la iglesia, casi con cencerrada final.
Cuando llegó la crisis, era inútil seguir poniendo la mano y, pasado el momento idílico, la relación se ha tornado bronca, a juzgar por el affaire (nunca mejor usado el francés) de las discutidas subvenciones a la televisión pública y las exigencias del Sr. Almunia, español y socialista él, con respecto a nuestra industria naval.
Como ya he dicho más de una vez, soy europeísta de corazón y algo de mente; creo que el futuro debe pasar por la unidad política del Continente, y el camino es la Europa de las Patrias y no la de los Pueblos, porque es más factible que puedan armonizarse entre sí los diferentes proyectos sugestivos de vida en común, que son las viejas Naciones-Estado europeas, que los abundantes nacionalismos irredentos haciendo de las suyas: el eón de Roma frente al eón de Babel, que diría el maestro Ors. Pero, de momento, debe quedar constancia que un matrimonio implica concesiones por las dos partes: ni chuleos ni actitudes mendicantes.