José Luis Orella. La renuncia de Benedicto XVI ha dejado helados a todos los que formamos la Iglesia Católica. Aunque admitida la renuncia, era algo excepcional que un pontífice recurriese a ello. En este caso, la Iglesia afronta un cambio visible de periodo histórico, con su despertar en África y Asia; su presencia masiva en América hispana y su aptitud defensiva ante el relativismo en Europa. En un momento de profundos cambios que se avecinan, el timonel de la Iglesia debería tener unas cualidades como las del recordado Beato Juan Pablo II. Un hombre de vitalidad juvenil que la Iglesia a un largo pontificado.
Sin embargo, Joseph Ratzinger, principal colaborador del Papa polaco e intelectual competente donde los haya, no quería ser un nuevo Pedro. El cardenal alemán había preparado sus maletas para abandonar Roma y vivir junto a su hermano Georg y el gato de ambos, dedicado al estudio y a la música. Pero la imagen de seguridad que afrontó en el funeral de Juan Pablo II, dio la seguridad que todos necesitábamos ante aquella orfandad. Su talla intelectual, e imagen de hermano mayor que proporcionó al resto de los cardenales, le convirtió en el Papa deseado. El cardenal alemán seria el hombre que afrontaría la Iglesia del futuro, aunque su edad lo convirtiese en un Papa de transición. Su breve pontificado no ha sido fácil, víctima de las luchas intestinas del Vaticano, portavoz de los desheredados en un mundo de cambios, y tendiendo puentes precisos a los creyentes de otras religiones, pero con cuidado maternal a los de médula cristiana. Los tres ordinariatos anglicanos, el posible que iba a surgir de luteranos, y la “sacra alianza” con los ortodoxos iban marcando un futuro interesante. En el diálogo interno, el reconocimiento de los tradicionalistas de la Fraternidad San Pío X queda en un territorio lleno de brumas, después de oportunidades desperdiciadas.
El nuevo cónclave será en marzo, mes de San José, Patriarca de la Iglesia, e intercesor a su protección, para que la barca de Pedro tenga el timonel que se merece y pueda afrontar las tormentas que se avecinan. Benedicto XVI ha dejado el timón, en un singladura tranquila, para que su sucesor tenga tiempo de hacerse con los aperos de navegación y sepa llevar a la Iglesia Católica por los mares del futuro.