La solemnidad del Corpus Christi
Pedro Sáez Martínez de Ubago. Este jueves la Iglesia celebra la solemnidad del Corpus Christi, aunque por diferentes motivos, en algunos lugares los actos se trasladen al domingo día 2 de junio. Con una asombrosa coherencia, posible testimonio de que es más que algo humano, toda la liturgia católica se haya íntimamente relacionada incluso en sus celebraciones más diversas y aparentemente hasta contradictorias, como pueden ser las que se vinculan a los misterios del nacimiento y la muerte. Recuérdese, por ejemplo, la costumbre de recibir los últimos sacramentos teniendo encendida la vela con que se fue bautizado, cuya llama refleja, como se dice en la noche pascual la luz de Cristo, luz que se refleja en el cirio pascual. Ahora, terminando el tiempo de Pascua, la Iglesia pone tres fiestas extraordinariamente vinculadas entre sí. La Ascensión, Pentecostés y el Corpus Christi, jueves siguiente a la Santísima Trinidad, que glorifica al Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La Ascensión celebra y proclama la subida triunfante de la santa humanidad de Jesús a los cielos. Una humanidad admitida a sentarse a la derecha del Padre y participar de su gloria, cuya ascensión no deja de ser prenda de la nuestra y debe conferirnos una inmensa esperanza, al ver que nos precede a la patria celestial y que, con palabras de San León, “el Hijo de Dios, después de haberse incorporado a los que la envidia del Diablo había arrojado del Paraíso terrenal, los lleva consigo al subir al Padre”.
Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, ya es anunciada por Jesús resucitado cuando les manda que no salgan de Jerusalén, sino que esperen la promesa del Padre que ya han oído de su boca: “porque Juan ha bautizado con agua, más vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días”.
El Corpus Christi remonta sus orígenes al año 1242, en que fue instituida en la diócesis de Lieja por el obispo Robert de Thorete y a demanda de la monja Juliana. El papa Urbano IV publicó la bula “Transiturus” el 8 de septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado el amor de nuestro Salvador expresado en la Santa Eucaristía, ordenó que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi” en el día jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, al mismo tiempo otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la santa misa y al oficio, cuyo autor no es otro que Tomás de Aquino. De él son, por consiguiente himnos y oraciones como Pange Lingua, Lauda Sion, Panis angelicus, Adoro te devote o Verbum Supernum Prodiens.
La Eucaristía está tan íntimamente unida a la vida de la Iglesia y de los fieles católicos que puede decirse que en ella brota y se manifiesta continuamente nuestra vida, porque es en su celebración donde la Iglesia hace presente sobre sus altares el sacrificio de Cristo, fuente de la redención; y porque, en la sagrada comunión, los cristianos nos podemos unir al Cordero inmolada por nosotros y transformar nuestra vida en la de Él. Así, nacidos a la vida de la gracia gracias a las aguas del bautismo, nos alimentamos y reparamos la fuerza del espíritu con este Pan celestial.
Con palabras de San Alfonso María de Ligorio, “en ninguna otra obra del divino amor se realizan tanto estas palabras como en el adorable misterio del Santísimo Sacramento, donde en verdad está nuestro Dios del todo escondido. En la encarnación ocultó el Verbo eterno su divinidad y apareció en la tierra hecho hombre; mas para quedarse con nosotros en este Sacramento, Jesús esconde también su humanidad, y sólo aparece bajo la forma de pan, como dice San Bernardo, para mostrarnos de este modo el tiernísimo amor que nos tiene: <Cubre su divinidad y oculta su humanidad y sólo aparecen las entrañas de su caridad ardientísima>”.
En una de sus apariciones a los apóstoles, Jesús dijo a Santo Tomás –quien había podido ver su humanidad y fue testigo de su resurrección- “Porque me has visto has creído. Dichosos los que creyeron sin haber visto” (Jn. XX, 29).
En este Año de la Fe, la solemnidad del Corpus Christi, se una buena ocasión de ejercitar esta virtud teologal y, en el espíritu de la enseñanza del santo y doctor de la Iglesia, patrono de los confesores, hacer un acto de fe similar al que, colgando, junto a él de la cruz, profesó San Dimas, el buen ladrón, a quien Jesús prometió el cielo estando en la tierra: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Entonces Jesús contestó: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Luc, XXII, 42-43).
De todo esto, el Doctor Angélico hizo un magnífico compendio en la tercera estrofa de Adoro Te devote, propio de la liturgia de este día : “In Cruce latebat sola déitas, / at hic latet simul et humánitas;/ ambo tamem crédens atque cónfitens,/ peto quod petivit latro póenintens”.